Chile lleva cerca de 10 años con los resultados educativos estancados, así lo indican las pruebas nacionales e internacionales. En este periodo se ha insistido en la implementación de modelos de enseñanza prescriptivos, donde autoridades educativas de distinta índole les transmiten a los docentes—directamente o a través de materiales estandarizados—qué y cómo se debe enseñar en la sala de clases.

Estos modelos, vale la pena indicar, sirven para organizar la planificación, el currículum y las clases, pero ponen el énfasis en lo que hace el docente y en la cobertura curricular, perdiendo de vista a los estudiantes y su desarrollo integral.

Ante esta situación, la política pública tiene una gran oportunidad de transformar la educación. Se trata de una tarea tal vez poco glamorosa políticamente, pues implica generar iniciativas que acompañen a docentes y escuelas a construir capacidades para la enseñanza que demoran más de un periodo de gobierno en madurar y que redundarán en beneficios para nuestra infancia y juventud, pero cuyos efectos se verán en cinco o diez años más.

Esta nueva etapa debería estar marcada por un foco en mejorar las interacciones de aprendizaje en todas nuestras salas de clase. Hablar de interacciones se refiere a observar cómo lo que hacen los docentes produce los efectos esperados en los estudiantes en los ámbitos del clima socioemocional del aula, la organización de la clase y el apoyo pedagógico para desarrollar habilidades superiores del pensamiento. Se trata de un cambio paradigmático desde la enseñanza, lo que implica preocuparse de lo que solamente hacen los docentes hacia el aprendizaje. Es decir, un vuelco de la atención hacia cómo los estudiantes se involucran y protagonizan su propio aprendizaje.

En este sentido, la Ley 20.903 ofrece un marco para generar programas de formación continua, acompañamiento, retroalimentación y evaluación formativa para el fortalecimiento de las capacidades docentes. Sin embargo, para materializar este tipo de programas y dejar atrás los cursos cortos, que suelen tener escaso o nulo impacto en las interacciones de aula, se requieren políticas de formación continua sólidas, que atiendan escuelas y territorios completos y que permitan generar redes de aprendizaje e intercambio.

La evidencia que tenemos actualmente indica que la mayor parte de las diferencias en las interacciones de aula ocurre entre docentes de una misma escuela. Es decir, las escuelas no funcionan como organizaciones que comparten prácticas, pero esto indica también que en la mayoría de las escuelas existe un docente con prácticas destacadas, que podría apoyar el desarrollo profesional de sus compañeros en el establecimiento escolar y trabajar colegiadamente con otros docentes del mismo territorio.

Para crear estas iniciativas de mejora continua y entrar en una nueva etapa de calidad de la educación, debemos convencernos en que debemos mejorar las interacciones, enfocarnos en el aprendizaje en vez de la enseñanza, y apoyar y acompañar a los docentes y escuelas para fortalecer el desarrollo profesional docente y construir un mejor futuro para las nuevas generaciones. Esta convicción pasa también por invertir, desde la política pública, en este tipo de iniciativas y mejorar tanto la oferta como la demanda por formación a lo largo de toda la vida para el desarrollo profesional de los docentes y directivos.