El año pasado me casé por la iglesia, pero mi matrimonio sólo alcanzó a durar dos semanas. Unos días después, mi entonces marido me dijo que tenía dudas profundas sobre nuestra relación, y me pidió un tiempo para descubrir cuáles eran sus sentimientos hacia mí. Al principio pensé que me iba a morir, pero logré levantarme. Y aquí estoy, exactamente un año después, feliz y creyendo de nuevo en el amor.

Con mi ex nos conocimos en el colegio y estuvimos en una relación durante doce años. Hace tres, decidimos irnos a vivir juntos y al poco tiempo me pidió matrimonio. Mirando todo en perspectiva, creo que él tomó esta decisión presionado por nuestros familiares y amigos. Yo no fui capaz de ver las señales de alerta porque estaba muy enamorada, y por eso cuando me preguntó si quería casarme con él le respondí con él "sí" más sincero que pudo salir de mi boca.
Hasta ese momento, nuestra relación había pasado por altos y bajos, pero cuando comenzamos con los preparativos del matrimonio todo se fue desmoronando. Él no estaba muy entusiasmado con la fiesta, pero yo me intentaba tranquilizar pensando que esa era una actitud normal en los hombres, y opté por hacerme cargo sola para así no molestarlo.
A medida que se aproximaba la fecha, nuestras peleas se intensificaron por una serie de temas que arrastrábamos del pasado, pero que no habíamos sido capaces de solucionar: él empezó a salir mucho, pero nunca me incluía en sus planes. Unos días antes de la ceremonia se desapareció sin dar explicaciones. En esa ocasión reaccioné enojada y dolida, exigiéndole respuestas sobre por qué se comportaba así, pero siempre la pelea se invertía. Y como era común, la que terminaba pidiendo disculpas era yo.
A la vez, en ese tiempo me di cuenta de que era súper dependiente de él. Todo mi mundo giraba en torno al suyo. Había dejado de lado a muchas amigas y era incapaz de hacer panoramas por mi propia cuenta. La mayor parte del tiempo me sentía insegura y poco atractiva para los demás. No lograba ver que era una mujer inteligente, simpática y bienintencionada, como ahora me doy cuenta que soy.
Nunca borraré de mi memoria que cuando llegó el día del matrimonio, sentada frente al espejo, me pregunté si estábamos haciendo lo correcto. Pero no supe qué decisión tomar porque en todo ese tiempo él nunca me dijo que tenía dudas sobre si quería casarse conmigo. Preferí seguir luchando por lo nuestro. Recuerdo con mucha pena ese momento. Siento que no me merecía ese trato. Pero a la vez, he terminado pensando que si las cosas no se hubiesen dado de esta manera, jamás habría abierto los ojos.
Pasaron los días y seguimos igual de mal. Hasta que finalmente él me dijo que no sabía si estaba enamorado, que a veces sentía que me quería como a una prima. Yo me desmoroné. No podía creer que no hubiese sido capaz de decirme eso antes. En paralelo, fui capaz de ver todas las señales que alertaban que las cosas entre nosotros no estaban bien, y me di cuenta que me estaba engañando con otra persona. Ahí dije: "esto tiene que parar". En un acto de extrema fortaleza -para la mujer que era en ese entonces- tomé mis cosas y, sin decirle nada, me fui a la casa de mis papás. Ellos me contuvieron. Ahí me prometí a mí misma que no volvería a dejar que me siguieran humillando de esa manera.
Lloré desconsoladamente durante ese fin de semana, pero al lunes siguiente me levanté para ir al trabajo. Aunque todo era muy doloroso, decidí que esto no me destruiría. Tenía a mi familia y amigos apoyándome, y eso me hizo sentir muy afortunada. También me refugié mucho en mi perrita, la Canela, que vivía con nosotros y me llevé conmigo. En todos esos días él no fue capaz de llamarme para saber dónde estaba. Ahí fue cuando me empecé a cuestionar cómo había aguantado tanto tiempo su indiferencia. El día que nos volvimos a ver, me dijo que quería un tiempo. Lejos de rogarle atención, le respondí que iría a buscar todas mis cosas a nuestra casa. Que no se preocupara; gracias a su actitud había logrado darme cuenta que merecía estar con una persona que me quisiera, y que era muy probable, que cuando él volviera a buscarme, yo ya no querría volver a estar con él.
De a poco, comencé a rearmar mi vida: primero le pedí a nuestros conocidos en común que no me volvieran a hablar de él, seguí trabajando y empecé a reencontrarme con personas e intereses que había dejado de lado durante esos doce años. Viejos amigos volvieron a mi vida, y descubrí que podía entablar relaciones simétricas con personas que eran capaces de valorarme. Le dije que sí a todos los panoramas. Y comencé a vivir el día a día, siempre consciente de que soy capaz y debo reaccionar cuando algo me está haciendo daño.
No negaré que he tenido mis bajones. Pero de todo he logrado levantarme. Ha sido un grato aprendizaje saber que soy mucho más fuerte de lo que creía. Hoy estoy enamorada, viviendo con calma cada momento. Mi nueva pareja, por su puesto, sabe todo lo que pasó y nunca me ha juzgado. Al contrario; él me ha dado espacio para enfrentar mis inseguridades y temores, y así sanarme de esta experiencia.
De todo lo que alguna vez me ha agobiado, el haber estado dos semanas casada ha sido la menor de mis preocupaciones. No me avergüenza contarlo. Es parte de mi historia. Siento que lo importante es que fui capaz de comenzar de cero, y me siento orgullosa de eso. Entre todos los sueños que tengo en el futuro, no descarto tener un servicio de banquetería y dedicarme a preparar fiestas de matrimonios. A mis 30 años, sigo siendo creyendo en el amor.

Constanza Barraza es odontóloga y tiene una perrita llamada Canela.