El Papa emérito Joseph Ratzinger, que renunció a su trono como Benedicto XVI, emitió esta semana un documento sustancial para el debate sobre la crisis de la Iglesia Católica. Aunque Ratzinger dice haber pedido el permiso del Vaticano, estos papeles nunca son del agrado del Papa en funciones, porque en cierto modo se superponen a los suyos, pero esta es solo una de las rarezas de tener a dos papas vivos. También de tener a dos papas tan radicalmente diferentes: la aguda inteligencia de Ratzinger tiene poco que ver con el tipo de raciocinio intuitivo con que se desempeña el Papa Bergoglio.

Ratzinger divide sus "apuntes", titulados La Iglesia y los abusos sexuales, en tres partes: las causas, los efectos y las soluciones. Lo más importante, desde luego, está en las dos primeras, aunque la totalidad del texto está presidido por la idea fundamental de que el motivo último de todos estos males es "la ausencia de Dios". ¿Por qué Dios estuvo ausente? Esa pregunta no cabe aquí: solo es una afirmación.

El Papa emérito sitúa el origen de la crisis en la revolución cultural de los años 60, esa efervescencia "sin precedentes" en la que empezó a imponerse la idea de una sexualidad sin fronteras, al mismo tiempo que la inhabilidad de la Iglesia para dar valoración moral a ese ámbito de la conducta humana. El centro de ese giro se produjo en 1968, durante la discusión sobre la legitimidad de la píldora anticonceptiva. El Papa Pablo VI formó una comisión de cardenales para estudiar el problema, que suponía confrontar dos perspectivas, la doctrina moral -que exigiría estar contra toda forma de anticoncepción- y la pastoral -que invocaba a acompañar la evolución del "pueblo de Dios" sin juzgarlo-. La mayoría de la comisión estuvo por no condenar el uso de la píldora, pero el atormentado Pablo VI se inclinó por la posición de la minoría para redactar la encíclica Humanae vitae, que incluye el rechazo de la anticoncepción en medio de una extensa reflexión acerca del amor de pareja. La encíclica provocó una tormenta de críticas y, en silencio, una extensa desobediencia por parte del clero y del laicado católico.

Ratzinger -que no se refiere a este caso- describe la revolución sexual de los 60 como "un colapso" de la teología moral católica, en el que la laxitud alcanzó a los más privados recintos sacerdotales. Incluso, cuenta el caso de un obispo que programaba películas pornográficas para naturalizar la sexualidad en las salas de los seminarios. En otros recintos funcionaron, dice, clubes homosexuales, seguramente teniendo en cuenta el reciente diagnóstico según el cual cerca de un 80% de los sacerdotes tiene esa opción sexual. Y agrega un dato escalofriante y olvidado: "La pedofilia también se diagnosticó como permitida y apropiada".

La base de la transformación de la Iglesia fue, dice, el esfuerzo sistemático por desarrollar un criterio moral a partir de las Escrituras, en contraposición a la llamada "ley natural". De allí nació la hipótesis de que "la moralidad debía ser exclusivamente determinada por los propósitos de la acción humana". El afán, la sed posconciliar de empatizar con los feligreses hasta fundirse con ellos, empujaba a evitar el juicio y la sanción moral a sus conductas. El clímax del relativismo fue el desafío del teólogo alemán Franz Böckle, que en 1989 dijo que si una nueva encíclica de Juan Pablo II contenía la idea de actos que siempre y en todo lugar son condenables -esto es, que no son relati-vos-, él se dedicaría a rebatirla.

El factor correlativo, dice Ratzinger, que lo atribuye al clima del Concilio Vaticano II, fue la tendencia garantista que se impuso en la Santa Sede para conocer las denuncias contra sacerdotes. A su modo de ver, la exigencia de probar las acusaciones en largos y pesados procesos inhibió a la Iglesia de actuar con eficacia ante denuncias que empezaron a crecer desde la segunda mitad de los 80. Es muy significativo que el Papa emérito ubique en esta fecha el despertar de la conciencia sobre la pedofilia como crimen, y no como un acto posible o justificable. Cuando los obispos de Estados Unidos fueron a Roma a pedir ayuda con estos casos que estaban estallando en sus narices, los canonistas se encontraron con la encrucijada de proteger a los acusados (principio de garantía) o la fe puesta en juego (principio doctrinal). Se subentiende que se inclinaron durante mucho tiempo por los acusados y demoraron o ignoraron las denuncias. Hoy eso no se llama garantismo, sino encubrimiento. Tal como mutan los criterios, mutan las palabras.

Ratzinger no es el primer intelectual católico que pone en duda los beneficios del Concilio Vaticano II, generalmente alabado como la gran modernización de la Iglesia. El Papa emérito era en aquellos años un joven teólogo que asesoraba a los poderosos cardenales alemanes (Joseph Frings, Julius Döpfner) y presenció los dolorosos debates sobre la infalibilidad del Papa, que terminaron por excluirlo totalmente del juicio sobre las conductas sexuales. (No es inútil agregar que nadie habrá contribuido más a la falibilidad humana del papado que el propio Ratzinger, que renunció al principio de morir como Papa, aceptando incluso un martirologio como el de Juan Pablo II).

Dos cosas -entre otras- cabe subrayar del esfuerzo de Ratzinger. La primera es la intención de poner un marco a la crisis de la Iglesia, fijarle un comienzo y, por lo tanto, vislumbrar un final, aunque sea implícito. La Iglesia -se entiende entre líneas- no siempre fue como en el último medio siglo: en un punto de los 60 sufrió un "colapso" y algún día logrará ponerle fin. Hasta se pregunta si no sería mejor fundar una nueva Iglesia; y se responde, con cierto desaliento, que eso "ya se ha intentado". Quizás sea una idea discutible, pero sin duda es muy valiente.

La otra reflexión significativa es que si el papado no es infalible, menos lo es la historia. Una época ampliamente idealizada, como la de los 60, con el florecimiento de los derechos civiles y las libertades públicas, con el inmenso prestigio de las revoluciones de toda índole, con la exaltación de los guerrilleros, los rebeldes y los refundadores, pudo ser también una fuente de confusiones y oscuridades cuyos efectos más dramáticos solo se han conocido décadas después.

La historia, sugiere Ratzinger, el alemán que vivió bajo el nazismo, no es una rueda que avanza siempre y solo hacia el progreso. A veces puede ser un inmenso horizonte en el cual se interpone un enorme tropiezo.R