Uno de los momentos estelares de la historia contemporánea ocurrió el viernes 26 de octubre de 1962, cuando Fidel Castro urgió, con vehemencia, al primer ministro soviético Nikita Kruschev a proseguir con la instalación de misiles atómicos en Cuba, a pesar de que Estados Unidos había descubierto la operación y el Presidente John F. Kennedy daba un ultimátum que significaba el inicio de una guerra nuclear de escala mundial. Fue el momento en que el planeta estuvo más cerca de un holocausto atómico, que no habría dejado piedra sobre piedra. Fidel Castro estaba entusiasmado con desatarlo.

Kruschev se allanó a retirar los misiles bajo condiciones que Kennedy aceptó y la crisis cesó dos días más tarde. Castro volvió a protestar por la debilidad del Kremlin, a pesar de que el primer lugar devastado habría sido, obviamente, Cuba. Meses más tarde, el "Che" Guevara seguiría elogiando la conducta de "un pueblo que está dispuesto a inmolarse atómicamente para que sus cenizas sirvan de cimiento a sociedades nuevas".

Nadie consultó al pueblo sacrificial en aquellas horas dramáticas y es imposible saber qué "sociedades nuevas" imaginaba el "Che" que podrían surgir de las cenizas atómicas. Hoy resulta llamativo el hecho de que los más connotados intelectuales de los 60 no hayan puesto atención en la forma de fanatismo que este llamamiento a la masacre recíproca implicaba. Por el contrario, en el mundo de la izquierda el prestigio de Castro y el "Che" no hicieron más que aumentar durante esa década y muchos años posteriores. En 1983, cuando estalló la segunda crisis nuclear más grave de la historia, los movimientos pacifistas salieron a las calles de todo el mundo para frenar la locura. Nadie elogió a Reagan ni a Brezhnev por haber llegado tan hasta el borde.

El holocausto mesiánico no lo inventó, en todo caso, el comunismo castrista, sino el cristianismo. Cualquiera notará que hay un matiz de diferencia entre la inmolación personal en nombre de la humanidad y la inmolación colectiva de la humanidad en nombre de un proyecto que nadie verá. El caso es que solo en la olla incandescente de América Latina pudieron juntarse ambas pasiones con tan gozosa contigüidad. Esta olla parece haber tenido siempre una gran reserva para esperar a que sus hervores se acumulen antes de que algo los destape. Fue así con Cuba y Nicaragua, y más tarde con Hugo Chávez.

Para la "crisis de los misiles", Castro acababa de cumplir 36 años y el "Che", 34, ambos habían ganado una guerra casi imposible y seguramente estaban en la edad en que se suben los peldaños de a dos. Marta Harnecker tenía solo 25 y poco tiempo antes había dejado su militancia en la Acción Católica chilena, precisamente deslumbrada con el fervor sacrificial de la Revolución Cubana. Ese mismo año iniciaba otro camino, con una beca que la llevaba a estudiar bajo la tutela del filósofo francés Louis Althusser, la promesa renovadora del "socialismo científico", que además, eureka, había sido militante de la Acción Católica francesa, solo que 30 años antes.

En la revuelta Francia de los 60, Althusser se permitía ciertas extravagancias, como relevar la importancia "filosófica" de Stalin y, más tarde, de Mao; y como estaba de moda que las ciencias sociales copiaran a las naturales, sostenía que el marxismo seguía a la física y a la biología, era la naturaleza en marcha. La URSS parecía eterna.

Ya casi nadie lo recuerda más que con cierta piedad, porque más tarde Althusser asesinó a su esposa y terminó asilado en un convento. Lo más importante es que en sus tardías memorias admitió que sabía muy poco de filosofía y que de Marx había leído "casi nada". Por eso el perceptivo Raymond Aron dijo una vez que el suyo era un "marxismo imaginario" y Leszek Kolakowski ironizó que, como el marxismo no existía en la época de Marx, tuvo que ser creado por Althusser. Pero de la inspiración althusseriana nace, sin duda, Conceptos elementales del materialismo histórico, el librito de velador de la izquierda chilena de los 70.

Quizá se puede decir ahora que fue solo un libro entre los 82 que escribió Marta Harnecker, una hiperproducción que no tendrá parangón en la comarca. Pero los Conceptos han tenido más de 70 reediciones y quizás sigan cumpliendo los fines propedéuticos que se advierten en su estructura: resúmenes, cuestionarios, referencias. La bibliografía fundamental está integrada por Marx, los 51 tomos de Lenin y dos libros de Althusser.

Después del golpe de Estado en Chile, Harnecker se radicó en Cuba, donde fue una favorita de la dinastía Castro. Hasta se casó con el jefe de la Inteligencia cubana, Manuel Piñeiro, una posición conyugal de dudosa gloria intelectual o, más precisamente, de muy escaso aprecio por la libertad. No hubo partido revolucionario de América, por ínfimo que fuese, al que Marta Harnecker no alentara con su generosa idea del radicalismo.

Cayó la Unión Soviética, cayó el bloque oriental, Deng transformó a China en un capitalismo iliberal, Cuba se convirtió en una montaña rusa de persecuciones contra los propios amigos, en fin, pasó todo lo que podía pasar, pero ella siguió fiel al proyecto que la conquistó a los 20 y pico años. Mejor aún, le buscó una extensión en las revoluciones antiintelectuales ("anticientíficas", habría dicho Althusser) de Hugo Chávez, Daniel Ortega, Manuel Zelaya, Evo Morales y así por delante.

"Solo se puede razonar en círculo / Solo se ve lo que se quiere ver", escribió una vez Nicanor Parra, en una de su Cartas más amargas, en la época en que también advertía sobre cómo debía ser su velorio. Marta Harnecker nunca dejó de ver en la revolución socialista el futuro de la humanidad; sus fracasos eran solo la confirmación de que habría que ser más radical, más intransigente, menos flexible. Son contados los intelectuales que soportaron como ella la avalancha de evidencia del fin de siglo. Ahora que ha muerto, hay que suponer que comprendía a su manera la responsabilidad del intelectual, que no sería solo imaginar la inmolación de un pueblo... Quizás demostraba que, al margen de Althusser, es posible llegar hasta la tumba sin cambiar un ápice.