Columna de Daniel Matamala: "Comedia involuntaria"

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Donde Piñera peca por exceso (de ambición, de entusiasmo, de retórica), Guillier falla por la falta de esos elementos. Ambos son unos moderados que, tanto por convicción como por necesidad, gobernarán mucho más al centro de lo que esta campaña pueda sugerir.




Patch Adams fue el protagonista del cierre de esta campaña. El video del payaso, médico y activista acusando a Sebastián Piñera de «uso engañoso» de su imagen fue el último de una increíble serie de actos de comedia involuntaria en ambas candidaturas, al parecer empecinadas en mostrar hasta el último minuto buenas razones para no votar por sus candidatos.

Los talones de Aquiles de ambos son de sobra conocidos. Guillier se enreda con las especificidades de políticas públicas, se confunde con los números, improvisa en asuntos que una candidatura seria a estas alturas debería tener resueltos, y pretende navegar con talante imperturbable por sus contradicciones en temas como su publicidad a las isapres.

Piñera maneja al dedillo los números y las sinuosidades de cada tema, pero no puede resistirse a torturar esas cifras hasta hacerlas confesar lo que le convenga. Juega siempre al límite, en off side, o derechamente haciendo los goles con la mano.

¿Y qué hizo Guillier en este cierre? Una frase absurda sobre «meter la mano al bolsillo» de los más ricos desnudó la falta de consistencia de un discurso que habla una y otra vez de impuestos, pero asegura que no hará ninguna reforma tributaria. Luego se enredó en una polémica con su propio comando por la condonación del CAE, que terminó saldando de la peor manera imaginable: con un compromiso sacado con tirabuzón en el debate.

Piñera abonó su imagen de mal perdedor con esa torpe denuncia sobre votos marcados, que mantuvo porfiadamente por días antes de retroceder. Y luego, cuando gracias a los tropiezos de Guillier la pelota estaba en su terreno (economía y gestión), sobrerreaccionó a la llegada de Mujica, primero atacando al uruguayo y luego improvisando una risible lista de respaldos.

Fue el último acto de esta comedia involuntaria. El del mago desesperado que intenta una y otra vez sacar un conejo del sombrero, pero que, para regocijo de la audiencia, sólo logra extraer cachureos varios. Piñera atacó con Tintori (un video antiguo pasado por nuevo), Macri (OK, pero ¿qué voto puede mover Macri?), Frei Bolívar (¡!) y finalmente con el bochornoso capítulo de Patch Adams.

Que Patch Adams amenace con convertirse en el Cura de Catapilco de esta elección dice mucho. ¿En verdad nadie pensó que, para un estadounidense, grabar un video de buena crianza es muy distinto a la solemnidad de un endorsment? ¿Que era prudente confirmar si en verdad Adams, miembro del gabinete en las sombras del Partido Verde estadounidense, y ácido crítico del capitalismo, de Bush y Trump, quería ser usado públicamente por una candidatura de derecha?

Estos payaseos finales difícilmente cambiarán a algún votante de bando, pero pueden tener otro efecto. Un derechista apático piensa en levantarse el domingo si Guillier cierra un discurso con un «¡hasta la victoria, siempre!». Y un izquierdista defraudado se energiza si Piñera le recuerda su mala costumbre de aplicar «letra chica» hasta a las palabras de un querible médico de atuendo colorinche.

Hubo desidia en ambas campañas. Se asumió como costo hundido que Guillier naufragara en las especificidades, y se instaló la leyenda de que Piñera era «de teflón» ante las denuncias éticas. Análisis que, a la luz de los pobrísimos resultados de ambos en primera vuelta, debieron ser desechados la misma noche del 19 de noviembre.

Este reality político ha subrayado las contrastantes personalidades de ambos candidatos. Donde Piñera peca por exceso (de ambición, de entusiasmo, de retórica), Guillier falla por la falta de esos elementos. Uno parece demasiado interesado en el poder; el otro, demasiado apático. Uno simboliza el «todo vale». El otro, el «nada importa».

Pero por más disímiles que sean sus personalidades, y por más opuestas que parezcan sus campañas, no nos perdamos. Ambos son unos moderados que, tanto por convicción como por necesidad, gobernarán mucho más al centro de lo que esta campaña pueda sugerir.

Desde su irrupción en política hace 30 años, Piñera siempre ha buscado su espacio entre el socialcristianismo y los liberales. Temas como el aborto jamás han sido prioritarios para él, y su expresión de desamparo en el acto con evangélicos partidarios de Kast esta semana grafica esa distancia mejor que cualquier declaración.

En su trayectoria como periodista, a Guillier siempre se le vio cómodo junto al poder político y económico. Por talante y por ideas, no es casualidad que su casa sea el Partido Radical, el menos radical de los partidos políticos chilenos.

Es cierto que a algunos entusiastas en cada campaña les gustaría empujar las cosas, pero esos sueños se acabaron en la primera vuelta. El próximo Presidente, sea quién sea, no tendrá ni el mandato electoral ni la fuerza política ni la mayoría parlamentaria para aplicar retroexcavadoras de derecha o de izquierda.

El verdadero riesgo desde mañana es otro: la falta de respuestas desde la política al agotamiento de la relación entre capitalismo y democracia, que ha dado al mundo su mayor período de libertad y prosperidad de la historia, y que hoy aparece desafiada a nivel global. Más para un país como Chile, con una concentración extrema del ingreso, y donde por lo tanto ese pacto de conveniencia ha sido particularmente frágil.

He ahí un asunto en verdad urgente, que no se resuelve con las frases tipo tarjeta Village de Piñera o los eslóganes setenteros de Guillier. «Poner énfasis en la clase media» en un país donde todos se creen de clase media es lo mismo que no decir nada. «Meter la mano al bolsillo» en una democracia en que los más ricos sienten que efectivamente los impuestos son un robo que hay que evitar, y no un pacto social que defender, es dispararse en los pies.

El próximo Presidente navegará en mares turbulentos. Deberá maniobrar en un país electoralmente fragmentado, con grandes empresarios encerrados en su trinchera y grupos de presión alérgicos a los compromisos, en un mundo castigado por demagogos y aislacionistas. No es un trabajo para la risa.

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