Columna de Óscar Contardo: La realidad escondida detrás de las arengas

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Las condiciones exteriores a la burbuja de los políticos que tanto hablaban del "centro político" no han cambiado por arte de magia; ha sido un largo proceso que ellos no supieron auscultar.




Hay palabras y lugares comunes que en política se repiten una y otra vez con solemnidad. Son fórmulas que se pronuncian con aplomo para amarrar una idea, por lo general débil, y darle la consistencia de una descripción de los hechos. Por ejemplo, hablar de "lo que quiere la clase media chilena" como quien da un golpe sobre la mesa para poner las cosas en su lugar.

Para un político decir "clase media" es invocar un espíritu protector que se puede mencionar sin la incomodidad que provoca escuchar la fórmula "clase alta", que suele esquivarse y ser reemplazada por la contraseña "ABC1" o la imprecisión de "los más privilegiados". Asimismo, hablar de "clase media" tampoco despierta la culpa que se enciende cada vez que se escucha mencionar la existencia de una "clase baja". Para esa idea -atemorizante para muchos- existen nociones construidas bajo el recato de la beneficencia y el asistencialismo: se habla de los humildes, los más modestos, la gente de esfuerzo y, en el más técnico de los lenguajes, de los sectores de menores ingresos. La clase media, en cambio, se nombra sin precaución alguna, como quien menciona el gentilicio de una gran mayoría de personas que comparten una misma conciencia, casi institucional, sobre la manera en que deben conducirse los asuntos públicos. Es el bastón favorito de todo dirigente democratacristiano que se tome en serio y el refugio argumentativo de muchas de las propuestas de Sebastián Piñera. Nada se hace por una ideología determinada, sino para cumplir los anhelos de la clase media chilena. Pero ¿quiénes conforman ese grupo? ¿Cuántos son? ¿Cómo se define esa pertenencia social? ¿Cuáles son sus límites de ingreso? ¿Qué rasgo cultural comparten? ¿Son todos los que toman once en lugar de tomar el té? ¿Son sólo los que usan transporte público? ¿Los distinguen por el mall donde compran, por el apellido, por el colegio al que asisten sus hijos o por la forma de la cara?

La llamada clase media chilena acabó siendo una entidad fantasmagórica que arroja una sombra de bordes imprecisos llamada "el centro político", un amplio grupo de ciudadanos al que hay que hablarle a través de sus miedos, agitando un cascabeleo hipnótico de temores que anuncian el apocalipsis inminente; un sector de la población que no espera más propuestas que la promesa de crecimiento. Aparentemente, para ellos todo cambio es un peligro que hay que evitar. Por eso es necesario acusar a quienes impulsan las transformaciones -que siempre son algo irracional y perverso- de tener un plan para acabar con todo -los valores, la familia, la economía, la propiedad-, un freno, una marcha atrás que nos llevará al pasado, ese sitio en donde impera un infierno hecho de racionamiento, colas y chancho chino. Un universo comunista que ahora no es cubano ni soviético -como lo había sido durante toda la transición-, sino venezolano, con bigote, autoritario y ridículo.

En ese culto al temor hay un eco religioso que demoniza lo diferente o lo acorrala a un espacio mínimo para que no estorbe la vista, un territorio similar al de la censura. Cuando se menciona la palabra "libertad" sólo se la usa para acompañar los verbos "comprar" o "pagar". En todo el resto del amplio espectro de la vida humana, se condiciona la libertad a unas tradiciones duras y despiadadas que no pueden ser alteradas, porque hay disposiciones supremas que no se tocan. Entonces, no hay propuestas para responder a las demandas, ni más ideas que prometer una cifra de crecimiento que haga a Chile liderar en un ranking.

Esa idea de "centro político" predominaba en las campañas de la Democracia Cristiana y, sobre todo, en la de Sebastián Piñera, que hizo de la frase "Vendrán tiempos mejores" una arenga que se sostiene en el statu quo de un lado y en la fantasía de un campeonato de liderazgo permanente del otro. El resultado fue que la Democracia Cristiana se encogió hasta rozar la irrelevancia y Sebastián Piñera triunfó entre los convencidos, una porción menor del ya mezquino número de ciudadanos habilitados para votar que acudió a las urnas. La respuesta frente a los hechos ha sido la perplejidad de quien repentinamente despierta en una habitación ajena y piensa que algo o alguien cambió las cosas de lugar.

Las condiciones exteriores a la burbuja de los políticos que tanto hablaban del "centro político" no han cambiado por arte de magia; ha sido un largo proceso que ellos no supieron auscultar. Fallaron en los datos elegidos para interpretar esas condiciones -lo ocurrido con las encuestas el domingo pasado fue vergonzoso- y en la capacidad para adaptarse a los cambios que vivió ese ancho mundo que muchos decían conocer al dedillo, cuando lo que realmente hacían era repetir palabras vacías de sentido y de realidad.

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