Evgeny Kissin, de prodigio soviético a romántico universal del piano

Tras la abortada visita del 2012, el gran pianista ruso que a los 16 años hizo llorar a Karajan toca este lunes en Teatro Municipal.




En su última década de vida, inundado por la artritis y los dolores de espalda, Herbert von Karajan sólo encontraba cierto alivio en los baños termales, el esquí en los Alpes y el descubrimiento de algún nuevo talento en la música.  La violinista alemana Anne-Sophie Mutter o el chelista brasileño Antonio Meneses fueron algunos de aquellos artistas tempranamente echados a andar por el conductor austríaco.  Un año antes de que el maestro muriera, en 1988, un muchacho ruso de 16 años con  el pelo inmensamente rizado, llegó a Munich para interpretar frente a él la Fantasía en fa menor de Chopin. Al terminar, el chico hizo una respetuosa  reverencia  y vio como desde lejos el anciano director le dibujaba un beso en el aire. Luego se quitó los lentes oscuros  y se secó las lágrimas con su pañuelo. La esposa de Karajan, diría años después en su autobiografía: “En mis 30 años de matrimonio jamás lo vi tan conmovido como ese día”.

Hoy, con el cabello menos voluminoso, una figura levemente más adulta y con 43 años, el pianista Evgeny Kissin se desplaza en el mundo de la música clásica con la propiedad y el prestigio que Karajan le pronosticó hace 27 años. Como si cargara con una bendición papal (el director se despidió de su madre señalando a su hijo con el dedo y soltando  la expresión “¡genio!”), Kissin es uno de los pocos e incontestables grandes del piano en el mundo. Nunca ha olvidado a Karajan, con el que tuvo notorias diferencias al grabar el célebre Primer concierto para piano de Tchaikosvky,  y sabe que el talento no es nada sin disciplina ni estudio. Sólo siguiendo aquel camino infalible, ha llegado al lugar donde está y es en esas condiciones que se presentará por primera vez en Chile este lunes en el Teatro Municipal. Tocará, entre otras, la Sonata Appasionata de Beethoven, la Sonata N°10 de Mozart y Tres Intermezzi de Brahms. La cita es a las 19 horas.

En rigor la visita del moscovita es una deuda pendiente: en el año 2012 canceló a última hora su presentación en Chile tras la repentina muerte de su padre. Toda Latinoamérica se quedó sin la posibilidad de ver en acción al pianista que nació durante los años más fieros de la Guerra Fría y que poco antes de la caída del Muro de Berlín ya había decidido instalarse en Occidente.

Tímido y muy dependiente de su madre, con la que vivió hasta hace poco y fue su primera profesora de piano, Evgeny Kissin es un caso evidente de prodigio capaz de superar con autoridad los  cegadores relámpagos de la fama.  Las biografías no se ponen de acuerdo, pero fue entre los dos y los tres años que recibió sus primeras clases de piano. Kissin dice que no tiene claro que tocaba en los inicios, pero sí que en la familia la gran esperanza  no era él, sino que su hermana. “Probablemente la escuchaba tocar el piano antes de nacer, en el vientre de mi madre. Mi hermana es diez años mayor que yo y solía tocar en casa, sobre todo a Bach. Luego nací y seguí oyéndola. Empecé a cantar todo lo que tocaba o escuchaba en la radio y al llegar a los dos años y dos meses pude acercarme al piano y tocar primero con un dedo y luego con toda la mano. Lo hacía de oído”, declaró hace dos años al diario suizo en ruso Nasha Gazeta.

Como le ha sucedido a muchos, entre ellos el propio Antonio Meneses o el pianista André Watts (apadrinado en los 60 por Leonard Bernstein), las prodigiosas condiciones infantiles suelen abortar en la primera madurez y de aquel talento precoz sólo queda una sombra. Por el contrario, Evgeny Kissin, armado de rigor y modestia, no fue consumido por el éxito y los elogios tempranos. Tampoco sucumbió al estatus de rockstar que tuvo en Japón a principios de los 90,  un país donde las fans y las calcetineras hacen nata por lo que sea. Kissin debió enfrentar varios recitales que no sólo incluían un selecto público de sienes plateadas, sino que filas de colegialas esperando autógrafos.

Ahora, sobre las cuatro décadas y con una discografía que va de Mozart a Rachmaninov e incluye dos premios Grammy, Kissin conjuga su virtuosismo innato con la profundidad de expresión. Es uno de los últimos representantes de la legendaria escuela pianística rusa que deslumbró con nombres como Sviatoslav Richter o Emil Gilels y es también un tipo muy selecto en su repertorio. Ama a Chopin y Schumann, toca como pocos a Rachmaninov, pero no se interesa en lo contemporáneo. “Simplemente la música moderna no tiene el nivel de los grandes compositores”, planteó al diario británico The Guardian.

De origen judío y absolutamente identificado con Israel en Medio Oriente, Kissin no ha tenido empacho a la hora de resultar políticamente incorrecto y disparar contra prestigiosos defensores de la causa palestina y también contra Daniel Barenboim, su colega en el teclado.

Es un tipo reservado que alza la voz de vez en cuando, que aún alberga un anticomunismo furioso incubado en sus años de formación en la ex Unión Soviética y que toca sólo lo que le gusta. Jamás se enfrascará en interpretaciones de vanguardistas como Pierre Boulez o John Cage, no tiene el instinto rupturista de Glenn Gould y es probablemente un conservador en lo musical y en lo político. Sin embargo, su amor a los clásicos de la literatura rusa y a la poesía yiddish (que suele leer en recitales públicos) lo transforman en un ejemplar único en el mundo. Kissin, como sacado de un cuadro al óleo de 1850, es uno de los  últimos románticos del piano.

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