La triste realidad de los perros que sobrevivieron al incendio en Santa Olga

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Muchas de las mascotas fallecieron cuidando sus casas. La mayoría de los cadáveres figuran encadenados a los restos de casas que quedan en pie. Los pocos que sobrevivieron, deambulan en medio de los escombros de la mayor tragedia del megaincendio chileno. El Negro Triste es uno de ellos.




En la punta del cerro gris se divisa al "Negro Triste" inspeccionando y, como si pudiera, aprobando. Entra a las casas, mira los escombros y no hace siquiera un ruido cuando camina entre las cenizas que quedan del incendio que arrasó con todas las casas de la población Santa Olga de la Región del Maule. Una de esas viviendas era la que habitaba él en la calle Los Robles, que hoy no es más que un tierral rojizo con derrumbes y cenizas por ambos lados.

El Negro Triste huele a los militares que andan con armas en la zona, mientras ellos les responden con toques en sus orejas. El perro largo y de color negro es como si consolara o si se consolara él: le pasa su lomo por las piernas a quienes perdieron sus casas y se lamentan dentro de los cimientos. A ratos, también, se sienta a un costado de los voluntarios que remueven los escombros para mirarlos.

El perro no invade, no ladra, no molesta a nadie. Siete jóvenes voluntarios talquinos lo apodaron "Negro Triste" porque tiene los ojos abatidos y con enormes lagañas que llegan hasta su boca. Sus patas, además, tienen algunos rastros del incendio que se lame fuera de una casa naranja que, dicen algunos, era la suya.

Desde la punta del cerro de Santa Olga se pueden distinguir los caminos que llevan a la carretera, a lo que queda de bosque y a una cancha. Es en este último lugar donde voluntarios pusieron carpas para reunir agua y comida para personas y animales.

Ahí, había casi diez perros. Algunos moribundos, otros tosiendo cenizas y pocos que jugaban con los niños que iban a ayudar al lugar. Son una minoría sobreviviente que, a diferencia del Negro Triste, no han querido volver a subir a recorrer el lugar que habitaban.

Subir y recorrer los escombros del extinto pueblo Santa Olga es, para quien tiene olfato agudo, oler la muerte. En mitad de los pasajes, hay gatos calcinados, gallinas quemadas y perros heridos que no alcanzaron a arrancar de las llamas. Recorriendo el ala sur del lugar, aparecen dos cachorros abrazados. Muertos.

A otros, que son mayoría, se les puede ver con cadenas en el cuello, todavía atrapados en las rejas de metal que tenían la mayoría de las viviendas. No tuvieron chance de arrancar, porque murieron en su ley: amarrados cuidando sus casas a todo evento.

El Negro Triste huele a sus muertos e incluso corretea con su hocico las gallinas calcinadas que se ven en el camino. Le pasa la lengua a los moribundos que hay al borde de las canchas y no juega con los otros perros que están más sanos y se persiguen entre ellos.

La oscuridad de Santa Olga está acompañada del hedor y el humo que aumenta con las horas. Los voluntarios, por seguridad, abandonan la cancha y se trasladan a un costado de la carretera. Con ellos, se mueven decaídos los canes que quedan vivos. Todos, sin excepción, lagañosos, babosos y cansados.

El Negro Triste es solitario. Para su suerte, no tuvo una cadena en el cuello ni tiene una casa que cuidar. El lugar que recorre es, por primera vez, completamente suyo; un cerro que luce tóxico, oscuro, muerto, pero el único lugar donde humanos y animales tienen la certeza de que no hay nada que los haga correr riesgos de que vuelva a arder.

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