Columna de Héctor Soto: Los ejes del debate

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No siempre la discusión pública de un país es congruente con los hechos de la realidad y no siempre, tampoco, el sentido de la discusión está alineado con la dirección de la historia.

En Chile -lo recordarán todos quienes tengan más de 60 años- nunca se habló tanto de subdesarrollo como en las décadas del 50 y 60, y nunca como entonces se implementaron políticas más consonantes para generarlo. Hubo mucha literatura fatalista al respecto: desde Chile, un caso de desarrollo frustrado, de Aníbal Pinto, a En vez de la miseria, de Jorge Ahumada, por solo citar dos títulos prominentes. El subdesarrollo era nuestra cárcel, porque estábamos en la periferia, siempre nos iban a perjudicar los términos de intercambio y éramos monoexportadores. Es curioso: se identificaba el problema, pero a la hora de enfrentarlo se apostaba justo por las políticas que lo perpetuaban, castigando la inversión y la productividad, limitando la generación de divisas (la falta de divisas llegó a ser el sempiterno cuento del tío de todos los gobiernos) y bloqueando directa o indirectamente el aprovechamiento de las ventajas comparativas que tenía y sigue teniendo la economía. En los años 80 se habló bastante menos del subdesarrollo y, sin embargo, el país comenzó a crecer no obstante los contratiempos planteados por la crisis del petróleo primero y por la violenta recesión de los años 82-84, asociada a la crisis mundial de la deuda y al mal manejo interno que se tuvo de esa coyuntura.

El subdesarrollo comenzó a ceder su protagonismo poco después ante el tema de la pobreza. Chile era un país donde el 50% de la población estaba bajo los umbrales de la pobreza, y lo más brutal del diagnóstico es que a fines de los 80 era cierto. La pura verdad. Sin embargo, sea por efecto de políticas públicas mejor orientadas o por el simple rebote del chorreo, lo concreto es que en los 90 la pobreza comenzó objetivamente a retroceder a un ritmo que pocos anticiparon. Es cierto que el fenómeno de la pobreza en Chile sigue siendo una realidad muy dura y que ha estado muy postergada en los últimos años. Pero ya no tiene los contornos descomunales del pasado, entre otras cosas, porque el producto ha crecido entre tres y cuatro veces las últimas décadas.

Cuando el país de pobres pasó a ser el país de capas medias, lógicamente la discusión salió del ámbito de la pobreza y se instaló en la desigualdad. El desplazamiento no ocurrió por efecto de una trama conspirativa, como quisiera creer la imaginación paranoica; el tema estaba implícito en distorsiones estructurales de la sociedad chilena y latente en la conciencia del cuerpo social. Si algo se sacó en limpio de ese debate es que los impuestos y la educación eran variables decisivas para corregir la mala distribución de ingresos. Otra cosa es que el país haya dado en el clavo al compatibilizar la estructura tributaria con los imperativos del crecimiento o que haya dado pasos efectivos para mejorar realmente la calidad del sistema educacional, que es donde estaba y sigue estando el problema. En principio, hay políticas de los últimos gobiernos que sí lo hicieron, otras fueron en dirección descaminada y hay varios programas en curso, como el de la gratuidad de la educación superior, cuyo resultado es todavía incierto.

Ahora -en el mundo, también en Chile- sale a la luz otra desigualdad, quizás mucho más profunda, casi atávica y bastante más transversal, que está asociada al machismo. Se diría que es el segundo aire del feminismo de los años 60 y 70, que tocó entonces básicamente a los sectores más ilustrados. Ahora el fenómeno es más amplio que eso y la rapidez con que se ha extendido el movimiento, no solo en Chile, sino en el mundo, indica que responde a una demanda que acumula décadas, en realidad siglos, de heridas y humillaciones compartidas, de descontento y frustración. Las mujeres están diciendo basta. Basta de inseguridad y de sentirse permanentemente expuestas a conductas sexualmente depredadoras. Dicen que no más acosos ni abusos. Dicen que basta de asimetrías de poder. La guerra de los sexos no era tal; era una carnicería. Se trata de un movimiento que exige harto más que protocolos efectivos para canalizar denuncias, entre otras razones porque imagina un mundo donde las relaciones entre los géneros tendrán que redefinirse a partir del respeto y la paridad, con los incentivos, pero también con los problemas que plantea la banalización del sexo en la actualidad. Lo que vaya a salir de ahí no lo conocemos. Las mujeres no solo están combatiendo contra las manifestaciones más brutales y silvestres del machismo. También, para llegar hasta el fondo, ellas mismas tendrán que irse liberando de sus propios cepos, heredados e impuestos. Esta variable, entre otras cosas, más de algún ruido debería generar en esa industria de la seducción que, junto con ofrecer a las mujeres estrategias exitosas de supervivencia, también las coloca en lugares de sumisión.

Obviamente, estas no son discusiones académicas. Detrás de ellas hay demandas sociales más o menos sentidas, pero también luchas políticas. A veces los temas salen de agendas proselitistas y el liderazgo es fácilmente identificable. A veces son más culturales y obedecen a dinámicas de la propia base social que son difíciles de predecir. La batalla feminista actual, de liderazgos más difusos, pareciera tener este último formato, lo cual la convierte en objeto del deseo de muchos sectores políticos que quisieran capitalizarla. No es claro que lo consigan. Mientras tanto, el gobierno mira el desarrollo de los acontecimientos con nerviosismo y cautela. Sabe que por aquí cruzará la historia con mayúscula. Y debiera saber, además, que aparte de un desafío político de proporciones, aquí también hay paño para otro acuerdo nacional.

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