El error del catolicismo y socialismo




Sería interminable escarbar en la complejidad, historia e influencia de la Iglesia Católica como para explicar su crisis actual. Sin embargo, creo que dentro de ella hay una institución candidata a ser una de las principales causantes de los escándalos contemporáneos que la acechan por todo el mundo: la Confesión. Esta institución, consistente en relatar una serie de intimidades a un sacerdote, le otorga un poder y tentación demencial a cualquier ser humano común y corriente que las haga de escucha. Un riesgo completamente ilimitado que, además, crece exponencialmente cuando el sacerdote es el líder de comunidades pequeñas como un colegio, un pueblo o incluso una cerrada elite de un país. Y he aquí el error compartido con el socialismo: el suponer que el ser humano, en ciertas posiciones de poder, se convierte inmediatamente en un virtuoso, en alguien capaz de obrar por el bien de todos y sobreponerse a toda tentación. Así, los funcionarios públicos nunca privilegiarían sus intereses, por lo que hay que otorgarle más poder; y los sacerdotes nunca manipularían conciencias ni voluntades, por lo que no hay que limitarlos.

Estos supuestos explican, por ejemplo, que los socialistas, por renovados y jóvenes que sean, insistan en alabar la idea de otorgarle poder a los políticos para que ellos decidan qué industria económica sería más conveniente para el país ­―olvidando que privilegiarán industrias que les den votos, financiamiento o conexiones personales―; o, de la misma manera, que reclamen por la instauración de un currículum escolar puntal o por privilegiar una institución de educación tal, independientemente de su calidad ―olvidando que les interesará controlar la manera de pensar de los demás―. Y así también, por el lado del a Iglesia, se explican los límites insuficientes al comportamiento de los sacerdotes respecto de la Confesión, límites que, por lo demás, son mucho menores a los exigidos a psicólogos ―gremio bastante más consciente de estos riesgos―. Para Socialistas y miembros de la Curia Romana, entonces, las personas comunes y corrientes son o se transformarían en virtuosas cuando llegan al poder y dominarían toda tentación, por lo que no habría que limitarlos. Finalmente, yace aquí también una gran contradicción: la reacción de los socialistas a la crisis causada por el poder mal ejercido de las elites políticas es otorgarle más poder a ellos y al Estado, en lugar de evitar que injieran en nuestras vidas, establecer reglas mínimas y aumentar el poder a los ciudadanos. Es cierto que es lamentable que no seamos virtuosos, pero insistir en el «buenismo» de negar esta realidad es, simplemente, olvidar a Gengis Khan.

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