A los ojos del presente, los vestuarios del pasado pueden revelar ciertos patrones referidos a las prácticas y jerarquías de la sociedad. Sin olvidar, como plantea George Vigarello, que la belleza es una construcción cultural, ligada a las percepciones sociales sobre sí mismo y sobre el otro y, por cierto, a las creencias y costumbres. Por ello, el traje médico, en especial frente a situaciones de pandemias -un fenómeno común en otras épocas-, ha variado de acuerdo a los descubrimientos, ideas y valores del momento.

Hoy es el delantal blanco lo que identifica a los profesionales de la salud. Pero no siempre fue así. En siglo XVII, los médicos atendían a los apestados por plagas como la peste bubónica -que de cuando en cuando volvía a recorrer las calles europeas- vistiendo un traje que hoy parece más propio del elenco de una película de terror. Se le atribuye a Charles de Lorme, el facultativo que atendió a buena parte de la nobleza francesa de ese período (incluyendo al "Rey sol", Luis XIV).

El traje, conocido como "doctor de la peste", consistía en una largo abrigo de cuero, cubierto de cera perfumada, el que llegaba casi hasta los pies. La extremidades se cubrían con botas, guantes y sombrero de cuero de cabra que permitían identificar a la persona como médico.

Doctor de la peste.

Pero el accesorio más llamativo estaba en la cabeza. Consistía en una enorme máscara con anteojos de la que sobresalía una nariz con forma de pico de ave, de medio pie de largo (es decir, unos 30 centímetros). Esta tenía una función crucial: se llenaba con theriac, un compuesto originado en la antigüedad elaborado con más de 50 hierbas (mirra, canela, miel, flores secas y especias) que, se creía, ayudaba a purificar el aire en el interior.

Por entonces se pensaba que la peste se propagaba en el aire contaminado (la llamada "teoría de la miasma"), debido al fuerte olor a pestilencia que dejaban los muertos y sus heridas provocadas por la ruptura de los bubones que aparecían en el cuerpo. De allí el uso de resinas, inciensos y hasta ramos de flores, para "fumigar" el ambiente.

El "doctor de la peste" también portaba un bastón con el que podía mantener la distancia, tocar, examinar al paciente y hacerle indicaciones.

Hasta hoy, ese traje es popular en las celebraciones de carnaval en Venecia. También fue parte del elenco de personajes de la commedia dell’arte italiana.

Medicina de punta en blanco

El paso de los siglos configuró nuevas necesidades. La expansión del capitalismo, el racionalismo, la revolución francesa y los procesos emancipatorios en América Latina, serán el marco de una era en que surgen los primeros avances de cara a una medicina totalmente científica.

Pero hacia 1830, una caricatura mostró la persistencia de la idea de la miasma en algunos círculos. "El hombre de prevención de cólera", se llama la imagen en que se ve a un hombre con una capa voluminosa, un sombrero y una máscara que está conectada a un pequeño recipiente de vinagre, que se suponía, le protegería ante el aire contaminado. En la medicina, la tradición todavía estaba arraigada; ungüentos, brebajes y todo tipo de pócimas -a veces hechas de compuestos metaloides- eran parte del repertorio de recetas con que se enfrentaba a las enfermedades. Ello se cobraba muchas vidas más.

El hombre de prevención de cólera. Foto: Donación de la Asociación Farmacéutica Americana y la Compañía Bristol-Myers Squibb.

Por entonces, especialmente en los campos de batalla, eran comunes las muertes provocadas por infecciones de pequeñas heridas que luego se extendían al organismo; el instrumental médico no se esterilizaba y tan pronto como un bisturí cortaba la piel de un paciente, luego se usaba en otra persona con la sangre aún tibia del anterior en la hoja. Durante los primeros años de la Guerra de Secesión estadounidense, ese detalle hizo que miles de heridos debieran ser amputados por gangrena. Otros, menos afortunados, morían consumidos por el shock séptico.

Todo cambió hacia finales del siglo XIX. El médico inglés Joseph Lister fue uno de los responsables de la introducción de la antisepsia; el procedimiento en que mediante diversas sustancias, se inhibe el crecimiento de microorganismos en el material quirúrgico, lo que permitió disminuir de forma considerable las infecciones. Por entonces se desarrollaron las primeras mascarillas quirúrgicas, consistentes en un pedazo de tela que cubría la boca y nariz del cirujano, a fin de evitar que este contaminase la zona operada por algún estornudo o secreción.

En esos días los médicos vestían el traje negro formal común a todos los hombres -con el reloj en el bolsillo-, a tono con las rígidas normas de protocolo que se seguían por entonces. Pero fue en ese período, en que la medicina se consolidó como una actividad con valoración social en que se introduce el delantal blanco como símbolo de pureza para todo el personal. Con los años se volvería el símbolo de la profesión.

Sala de operación en 1905. Fotografía coloreada por Mike Savad.

Una mascarilla para la muerte

Con el siglo XX llegaría la mascarilla con capacidad de filtrar el aire. En la región de Manchuria, al noreste de China, una plaga se desató en 1911. Entonces fue el doctor Lien teh Wu quien fabricó una máscara reforzada con capas de gasa y algodón, forrada con paño. Un invento simple, pero efectivo, que pronto fue replicada a nivel industrial. Con la pandemia de la gripe española, años después, su uso se volvió extensivo. Esa idea es la precursora de la mascarilla N95, utilizada hoy por el personal de salud, la que cuenta con capas de poliéster y un filtro micrométrico que evita el paso de bacterias.

Como en otros momentos de la historia, será la industria de las armas la que impulsará el desarrollo de algunas innovaciones. El empleo masivo de armas químicas como el cloro, fosgeno o el gas mostaza -como el que cegó temporalmente al joven cabo Adolf Hitler- durante la primera guerra mundial, llevó a una carrera entre los países en pugna para fabricar una máscara que permitiera a los soldados mantenerse en combate.

Extracto del cuadro Gaseados (1919), de John Singer. Muestra un grupo de soldados heridos tras un ataque de gas mostaza. A Winston Churchill la pintura la encantó, mientras que la escritora Virginia Woolf le detestó por su "exceso de patriotismo".

Los franceses probaron con un complicado sistema de antiparra y una esponja humedecida con una solución -otras veces con la orina- que los hombres en el frente se ataban en la parte inferior del rostro, pero se mostró ineficaz. Los británicos lo intentaron con una máscara llamada “velo negro” que era una suerte de gran bolsa que cubría el rostro bañada en una sustancia química, pero era compleja y además su efecto era neutralizado por la lluvia.

La primera máscara efectiva fue desarrollada por los alemanes. Esta se fabricaba en caucho lo que le daba flexibilidad, envolvía la cabeza, protegía la vista y contenía un filtro de carbono activo. Rápidamente fue copiada por todos los ejércitos en contienda -los británicos lograron una versión mejorada llamada respirator box- y daría origen a la máscara antigases moderna. Como una ironía de la historia, resultaba que ahora sí, era la contaminación del aire en las trincheras en Flandes, Rusia o los campos franceses, lo que llevó la sombra de la muerte a una generación que creció entre pestes.

Aunque las bajas por ataques químicos en el ejército británico no pasó el 3% del total, su impacto psicológico entre los jóvenes soldados fue inmenso. Hay cosas que permanecen. La mancha del terror de la peste nunca se retiró completamente.