El inefable Barclays y su familia (su esposa que parece su hija, su hija que parece su nieta, la nana que parece su sobrina) han manejado dos horas al norte y se han hospedado en un hotel legendario, señorial, con más de un siglo de antigüedad, sentado frente a unas playas mansas, un hotel en que se alojaban los ricos de Nueva York, cuando escapaban del invierno.

A pesar de que Barclays y su familia viven en una isla con un club de playa a pocos minutos de su casa, las playas de aquella isla están cerradas por orden de los iluminados burócratas locales, temerosos de la expansión del virus.

Como asocian el mar y las playas con la libertad, como desean sentirse libres, como quieren escapar de los burócratas de la isla que les prohíben bañarse en el mar con el peregrino argumento de que podrían enfermarse y morir, Barclays y su familia han manejado ochenta millas al norte, buscando el mar, es decir buscando la libertad, es decir burlando a los iluminados burócratas que, con el pretexto de cuidarles la salud, les infligen una vida pusilánime y asustadiza, una vida atada, encadenada, una vida de rehenes cuyo secuestrador, las autoridades, les dice que, gracias a él, no se van a enfermar, no van a morir, o no por el momento, porque él les cuidará la salud mejor de lo que ellos, los cautivos, los privados de su libertad, podrían cuidársela a sí mismos.

Hartos de ser rehenes, los Barclays llegan al mar, a unas playas, las de Palm Beach, que están abiertas por fortuna, y se sienten libres, y a pesar de que está cayendo una lluvia fina, apenas perceptible, no dudan en meterse al mar y dejarse hamacar por el ritmo inconstante de las olas. Por fin el mar. Por fin son libres. Medio año después, son libres. Desde principios de año, no habían podido viajar a ninguna parte, Barclays abrumado por el programa de televisión, la niña fatigada de las clases escolares dictadas por una maestra a la distancia, hablándole a la computadora, la esposa de Barclays echando de menos viajar a Los Ángeles, la ciudad donde más a gusto se encuentra, sobre todo cuando sale a caminar por sus colinas, y a las montañas de Colorado, donde se entrega al vértigo de esquiar a tanta prisa que pareciera querer accidentarse o suicidarse.

Barclays ha invitado a sus dos hijas mayores a pasar unos días en la playa, en el hotel señorial, pero ellas se han inhibido de contestarle, se han exonerado del tedio de declinar cortésmente la invitación con alguna mentira piadosa. No están enojadas con su padre, simplemente no les apetece verlo. Están demasiado felices como para rebajar o poner en entredicho esa felicidad, condescendiendo a viajar con el pesado de su padre. La última vez que viajaron con él fue hace doce años, a Buenos Aires, dos semanas del verano. Se arrepintieron de haber viajado, se aburrieron a mares, le dijeron a su padre que ir al cine a ver dos películas cada día ya no resultaba un plan tan irresistible o tentador como antes, cuando eran niñas y gozaban viajando con él. Ahora están de vacaciones en la ciudad de Nueva York, y ello no obstante prefieren no tomar un avión para ver a su padre y solazarse en la playa. No están enfadadas con él, no le guardan rencor, a no dudarlo lo quieren, pero lo quieren más bien de lejos, a la distancia, y cuanto menos puedan verlo, casi mejor para ellas. Barclays ha comprendido entonces que sus hijas mayores son libres, felices y descaradamente independientes porque él las educó así, de modo que es natural que ellas, ya adultas, ya graduadas de universidades de prestigio, sean ahora libres, felices y descaradamente independientes, sin necesidad de verlo a menudo. Barclays no sabe los números de los teléfonos móviles de sus hijas, solo se comunica con ellas a través de correos electrónicos que ellas no se apuran en responder, pero es puntual enviándoles dinero para que se sientan queridas y protegidas, a pesar de que ya no quieren viajar con él.

La hija mayor de Barclays ha decidido estudiar una segunda carrera en una universidad de gran reputación y él no podría estar más orgulloso de ella. Barclays fue un mal alumno en el colegio y un pésimo estudiante en la universidad. No le gustaba leer los libros que le imponían, prefería los libros que él elegía, o los que sus padres le habían prohibido leer. La segunda hija de Barclays se ha mudado temporalmente a una casa en las afueras de Nueva York, huyendo del coronavirus y sus estragos viciosos. Barclays recuerda pálidamente la última vez que las vio: hace meses, en diciembre, en un restaurante, al día siguiente de la nochebuena, el día mismo de navidad. En sus redes sociales, ellas suben fotos con sus novios, con sus amigos, con su madre, con el novio de su madre, con los hijos del novio de su madre, y siempre salen hermosas y parecen felices en grado sumo, o cuando menos libres en todo su insolente esplendor. No han subido una foto con su padre, o con la esposa de su padre, o con la tercera hija de su padre. Barclays y su nueva familia son una suerte de tribu clandestina, bárbara, impresentable, que, por lo visto, no pasa la censura. No es que ellas no quieran a su padre. Lo quieren, y así se lo dicen con frecuencia, pero, a la vez, se sienten comprensiblemente abochornadas por la obscena y escandalosa vida pública de él, y por eso prefieren guardar conveniente distancia.

A estas alturas de su vida, ya en edad otoñal, Barclays ha llegado a la melancólica conclusión de que la mejor manera de ejercer la paternidad es no entrometiéndose en las vidas libérrimas de sus hijas, no entorpeciendo ni obstruyendo su felicidad, no pretendiendo dictar reglas de conducta como si él fuera virtuoso o sabio, no esperando a que ellas quieran verlo asiduamente como cuando eran niñas y asociaban el entretenimiento con él. Al mismo tiempo, y a pesar de todo, comprende que ser un buen padre lo obliga a seguir pagando las cuentas sin chistar, tan contento, orgulloso de poder pagarlas, que es una manera de decirles: no importa la edad que tengas, yo siempre estaré a tu lado para ayudarte cuando me lo pidas. No es un mérito de Barclays el poder pagar ocasionalmente ciertas cuentas de sus hijas mayores, el mérito es todo de la audiencia de Barclays, un millón de espectadores en promedio por programa, que, autodestructivos, pierden su tiempo, terca y sistemáticamente, viendo a Barclays predicar como un charlatán incombustible cada noche en la televisión. ¿Cuánto tiempo seguirá Barclays contaminando el aire del planeta con su verbo tóxico, ponzoñoso? Tanto tiempo como la audiencia y los jefazos de los canales se lo permitan. De momento, no tiene prisa en jubilarse. Después de todo, hablar a los gritos en televisión puede que no constituya, bien mirado, un trabajo, o un trabajo respetable, o eso es lo que opina la madre de Barclays, quien le pide a su hijo que se dedique a la política profesional y aspire a la presidencia de la nación.

Todas las mañanas, la esposa y la hija de Barclays y la nana adorable se acomodan a la sombra, en las tumbonas de la playa, y esperan a que baje, perezoso, holgazán, el ventrudo señor Barclays, que, por supuesto, duerme hasta mediodía. Luego pasan la tarde mirando el mar, entrando al mar, caminando por la playa, jugando ridículamente a la paleta, criticando con rencorosa acidez a tales o cuales bañistas envanecidos, demasiado contentos con sus cuerpos. Cada tanto aparece el camarero con tapabocas y renueva las cervezas, los jugos, las aguas, los helados. La niña se aburre de la playa y va con la nana, su mejor amiga, a bañarse en la piscina demasiado cálida. Mirando el mar, despeinado por una brisa bienhechora que no cesa, sintiéndose libre, por fin libre, Barclays piensa:

-Si esto no es la felicidad, ¿qué carajos es la felicidad?

Cuando se oculta el sol, se dan un baño largo en la piscina para adultos, el agua convenientemente fría, y suben a las habitaciones. Ocupan tres cuartos: uno para el señorito Barclays, otro para la señora Barclays y su hija, uno más para la nana adorable.

Ya de noche, salen a cenar. Muy cerca del hotel hay un puñado de restaurantes de la más alta excelencia. Van manejando en la camioneta. Cada noche prueban un restaurante distinto. Entran todos con mascarillas y se las retiran para ordenar la comida. Los camareros, las meseras, todos llevan tapabocas. Pero, como es natural, los comensales se han emancipado por fin de los odiosos barbijos. Temeroso porque los restaurantes están desbordados de gente cada noche y el aire acondicionado agita y transporta imperceptiblemente las partículas, secreciones y gotitas acaso virales de una mesa a otra, Barclays comprende que, libre y voluntariamente, se ha puesto en una zona de riesgo al acudir a esos restaurantes, al salir a cenar después de tantos meses de comer en casa. Tiene miedo de contagiarse, sí, cómo no. Tiene miedo de que su sistema inmunológico no sea lo bastante fuerte para repeler al virus invasor, sí, por supuesto. Sin embargo, elige el riesgo de salir, de tener miedo, de vivir la vida a tope, de procurarse unos placeres que, por el momento, son indesligables del riesgo a su salud. Barclays piensa entonces:

-Si no eres libre para salir de tu casa, para ir a la playa, para cenar en un restaurante, entonces no eres libre: eres un rehén, un súbdito, un vasallo de los odiosos burócratas iluminados. Si no eres libre para gobernar tu cuerpo, cuidar tu salud y elegir los riesgos consiguientes, simplemente no eres libre: eres un rehén, un súbdito, un vasallo.

Comiendo postres, unos helados gloriosos, un tiramisú inenarrable, suspendiendo por unos días la estricta dieta a que se ha sometido, Barclays se dice a sí mismo:

-Si me enfermo de coronavirus por haber sido libre y feliz esta semana en la playa, enhorabuena, que venga el jodido virus y le daremos batalla. Pero esta formidable sensación de libertad no me la quita nadie, no se negocia con nadie. Porque una vida sin riesgos, sin placeres, sin libertad, no es digna de ser vivida: es un remedo pobretón, un simulacro apocado, un adefesio, un mamarracho.