No tanto como ahora, pero ya en los 90 había quienes vilipendiaban los 90. Queda aún por establecer la contribución que a este respecto hizo el narrador, poeta y ensayista francés Michel Houellebecq (La Reunión, 1956). Poca no debe ser.

Ampliación del campo de batalla (1994) y Las partículas elementales (1998) fueron hitos internacionales de la novela francófona, entre otras cosas por su descripción de la miseria afectiva y sexual, además de moral y política, en Francia y Europa occidental, así como por descripciones y divagaciones donde el sexo puede expresarse en un repertorio amplísimo de sordideces. También por el lado enfant terrible de su autor, cuyas declaraciones incendiarias a diestra y siniestra, sobre todo a siniestra, así como sus narradores nihilistas y más bien cínicos, le ganaron famas varias, ninguna muy edificante.

El caso es que, décadas más tarde, el autor de Plataforma (2001) sigue siendo ese ícono malportado cuya literatura marca el pulso de la época, como han de tener claro incluso quienes consideran el prolongado “fenómeno Houellebecq” como el triunfo marketero del “sordidismo”. Sin perder público lector, más bien lo contrario, y sin dejar de seducir u obnubilar, según el caso, a buena parte de la crítica, sigue siendo tema.

Provisto desde 2010 de la bendición del establishment vía premio Goncourt (por El mapa y el territorio), se ha dado tiempo para ser actor de cine (haciendo jocosamente de sí mismo en El rapto de Michel Houellebecq, de Guillaume Nicloux), para recitar su propia poesía en concurridos espacios junto a jóvenes standuperos y para sacar un libro de correspondencia con Bernard-Henri Lévy. Y hasta inspiró físicamente a un personaje clave de Astérix tras las huellas del grifo (2021).

A todo lo anterior cabe agregar su aparición en Yoga, el hit autoliterario donde Emmanuel Carrère aparece admitiendo, para propósitos meditativos, sus celos por el autor de Sumisión (2015), el libro que imaginaba una Francia 2022 con el líder de la Fraternidad Musulmana como Presidente.

Y faltaba todavía. Contra la sonora opinión de sus detractores (una tribuna del escritor Jean-Philippe Domecq fustigó en Le Monde la “ideología nauseabunda” de sus novelas), Houellebecq recibió en abril de 2019 la Legión de Honor, la máxima condecoración francesa, en una ceremonia en la que fue el único condecorado, siendo lo habitual las condecoraciones colectivas.

En la ocasión comparecieron el escritor Frédéric Beigbeder, el filósofo Alain Finkielkraut, el expresidente Nicolas Sarkozy y un grupo de “neorreaccionarios chic con talento para combinar el dandismo con el chaleco amarillo”, según la descripción del corresponsal de El País. Y fue tarea de Emmanuel Macron colgar la medalla, no sin antes discurrir acerca de los méritos literarios del homenajeado (“usted reinventó la novela francesa”), de disculparlo a nombre de la República por ser “un romántico perdido en un mundo materialista” y hasta de definirse en oposición al autor:

“Usted es visceralmente antieuropeo, yo soy el más europeo de los presidentes franceses. Le acusan de ser reaccionario, misógino, islamófobo, mientras yo lucho por el progresismo, los derechos de las mujeres y el rechazo a las discriminaciones”.

Hasta que llegó el 7 de enero de 2022, la esperada fecha de aparición de su octava novela. Hito incontestado de la rentrée invernal francesa, Anéantir golpeó la mesa con 300 mil ejemplares en su lengua de origen (en la que figura digitalmente pirateado desde el 21 de diciembre), sin que esté aún clara la traducción castellana del propio título de la obra: de momento, Anagrama sólo ha confirmado lanzamiento para agosto próximo.

Podría llamarse Aniquilar, y algunos apuestan por Destruir, aunque ninguna de las dos transmite propiamente la idea original de anéantir: hacer que, ahí donde había algo, ahora no haya nada (néant). Acaso un gesto poético de Houellebecq, quien siguió muy de cerca la publicación del más extenso de sus libros: se ha informado que llevó a una de sus reuniones con la editorial Flammarion un ejemplar del Álbum blanco, de The Beatles, para inspirar el minimalismo de este volumen de 734 páginas (incluido un par de páginas finales con agradecimientos a quienes colaboraron en la investigación, sobre todo profesionales de la salud). Pidió también un gramaje especial de la hojas, para que duren blancas por más tiempo, así como tipografía Garamond para el texto, según reportó el diario Libération, de modo de “garantizar la comodidad de la lectura”. Todo por 26 euros.

Lo demás es la propia obra, hasta el minuto objeto de etiquetas como “novela de espionaje”, “thriller esotérico” y “relato de anticipación política”. Una novela “que despista” y que apunta a “la fragilidad de la existencia y la soledad del hombre contemporáneo en un mundo sin Dios”. Una novela que, a diferencia de la anterior (Serotonina, 2019), está narrada en tercera persona, y que en su larga andadura ofrece altos y bajos, así como tonos y aproximaciones inéditas, al tiempo que vuelve a confirmar a su autor como agudo cronista contemporáneo. Incluso cuando viaja al futuro próximo.

Anéantir de Michel Houellebecq

Atentados, elecciones, redenciones

Todo comienza en París, el lunes 23 de noviembre de 2026. Como averiguará el lector, los franceses están viviendo la última etapa del segundo gobierno consecutivo de Macron –apellido que, sin embargo, nunca asoma en la novela-, y hay quienes piensan que un buen candidato para las presidenciales de mayo próximo es su biministro de Finanzas y Presupuesto, Bruno Juge, inspirado en Bruno Le Maire, actual titular de Finanzas (y amigo de Houlellebecq).

Para mayor abundamiento, el narrador houellebecquiano informa que este segundo quinquenio ha conocido “un ambiente de paz social sin precedentes” y que el número de días de huelga ha sido el más bajo desde el inicio de la V República, en 1958. Incluso, Francia le discute a Alemania el cuarto lugar de las economías mundiales. Otra cosa es que el desempleo siga siendo un temazo y que las clases medias se hayan evaporado en un país donde se es pobre o se es rico, sin más.

Pero no todo va bien para el biministro: el servicio secreto acaba de encontrarse con material anónimo, potencialmente terrorista, que incluye un video muy realista de la cabeza de Juge rodando tras un certero corte provisto por la hoja afilada de una guillotina.

¿Qué se trae la gente que genera y distribuye este material? ¿Qué gente es? ¿Dónde habrá nuevos ciberataques? ¿Atacarán físicamente a Juge? En la Dirección General de Seguridad Interior (DGSI) se devanan los sesos, pero no consiguen mucho. Y no pueden detener nuevas acciones, en apariencia inconexas, como los atentados contra un cargamento chino frente a La Coruña, contra el mayor banco mundial de esperma en Dinamarca y contra un barco con migrantes en las costas de Ibiza y Formentera.

El DGSI querría inculpar a los anarcoprimitivistas o a quienes promueven la extinción humana. Pero al menos para propósitos explicativos, que no de inteligencia, la respuesta estará más bien en el ocultismo, los pentagramas y los devaneos satánicos.

Todo esto, que sonará a cyberthriller improbable, tiene sentido del apocalipsis, así como del humor, y es sólo una de las patas en la que se sostiene esta comedia humana que es también un retrato costumbrista y una meditación acerca de la vida y de la muerte, de lo humano y lo infrahumano. Otra pata es la crónica de campaña, la comedia electoral.

El mencionado Juge parece un buen candidato oficialista para 2027, alguien preparado para gobernar y con buena imagen pública, cosa infrecuente en los de su cartera. Pero esa es justamente la razón por la cual el Presidente, que por ley no puede reelegirse pero que pretende volver al cargo en 2032, lo quiere fuera de carrera: prefiere que sea el poder en la sombra –y en un ministerio-, pero que el candidato oficialista no lo opaque cuando llegue el momento. Por eso designa “sucesor” a una figura de la telerrealidad, un tipo simpático, ameno, cool, con cero manejo político. Ahí entra el mundo de las consultorías y de los medios: una periodista, por lo demás, es el personaje más miserable de la novela.

Las demás entradas a la obra convergen en la vida individual, conyugal y familiar de Paul Raison: a los 49 años este egresado de la Escuela Nacional de Administración (ENA, formadora de élites dirigentes, Macron incluido) es el hombre de confianza de Bruno Juge en el ministerio. Y es también un funcionario que gana ocho mil euros al mes y que lleva largo tiempo casado con Prudence, funcionaria de otro ministerio con quien ya no tiene nada en común, partiendo por el dormitorio. Juntos, viven una “desesperanza estandarizada”, allí donde el narrador propone que la esperanza es unos mayores daños propinados por el cristianismo a la civilización.

Édouard Raison, en tanto, es el padre de Paul: un retirado de la DGSI que en los primeros capítulos sufre un infarto cerebral que lo lleva de la casa al hospital, de un hospital a otro, y más tarde lo tiene de objeto de un operativo de rescate en el que participan ultrones de derecha contactados por Hervé, casado con Cécile, su hermana, ambos católicos y adherentes al movimiento de Marine Le Pen. Falta un hermano, Aurélien, uno que es mucho menor y que Paul apenas considera su hermano. Si su historia no es la más triste del libro, pega en el palo.

Este recorrido lleva a lugares poco o insuficientemente visitados por Houellebecq: a la ternura y a las emociones más básicas y genuinas, así como al examen de la muerte como vía redentora. No por nada se acaba de publicar una antología sobre “la cuestión de la fe” en su obra.

Sin ir más lejos, pero sin espoilear, cabe añadir que en el último quinto de la novela opera un giro inesperado: hasta podría pasar que alguien, hacia el final, eche en falta un kleenex. Quizá haya habido buenas razones para no creer en la sinceridad del autor cuando declaró a Le Monde, días atrás, que “la buena literatura se hace con buenos sentimientos”. Tal vez chacoteaba, pero quizá no tanto.

No espere el lector que una novela de Houellebecq se desentienda de la sorna, de la ironía o del cinismo, expuestos a veces con candor; tampoco de la vida sexual de sus personajes, incluidas nuevas expediciones por los dominios de la fellatio. También hay un montón de sueños, cuál más descabellado. Y para qué hablar de los guiños culturales: de Wittgenstein a Freud, del contrarrevolucionario Joseph de Maistre al poeta Alfred de Musset, ese que llegó “demasiado tarde a un mundo demasiado viejo”. También asoma, convenientemente, un ejemplar de La Comédie Humaine, de Balzac, en la edición de La Pléiade. Faltaría más.

Ahora, incluso en esos raros momentos en que la cursilería alcanza cotas arjonianas (“de qué sirve instalar 5G si no entramos en contacto”), Houellebecq sigue siendo el moralista neorreaccionario que sus lectores conocen. Pero como antes, acaso más que antes, es un observador que recorre desvergonzadamente los intersticios de la experiencia humana y formula preguntas brutales para las cuales no hay respuestas amables. Si es que las hay.