Solo había un policía. Por supuesto, tal cantidad resultaba impotente para controlar a los exhaustos mineros que acudían a Tierra Amarilla a recrearse tras duras semanas bajo las minas de oro, plata o cobre. 300 trabajadores cada fin de semana se desbandaban por las calles del pueblo bajo los efectos del alcohol y la juerga. “No hay un cuarto no hay un cepo o barra donde asegurar a un preso que se necesite retener”, escribió en diciembre de 1853 el subdelegado de la localidad al intendente de Copiapó.

Esos centros de recreo recibieron el mote de “placillas”, y un reciente libro, titulado Minería y mundo festivo en el norte chico. Chile, 1849-1900, de Ediciones del Despoblado, se encarga de dar a conocer ese particular vínculo entre la actividad minera y la diversión de quienes trabajaban en las faenas desde el salar y el ardiente mineral.

El autor es el historiador Milton Godoy Orellana, doctor en Historia de la U. de Chile e Investigador del Museo Regional de Atacama. Con él, entendemos la formación de esos lugares. “Las placillas fueron formas de ocupación y asentamiento popular características del siglo XVIII e inicialmente ligadas a los centros mineros auríferos”, explica a Culto.

“Constituyeron agrupaciones de población espontáneas que se asentaban como alternativas a las plazas o villas fundadas por las autoridades tardocoloniales en los corregimientos de Copiapó y Quillota. Durante el siglo XIX la denominación de placilla se hizo, según el diccionario geográfico de Astaburuaga, ‘común y genérica de ciertos pueblecillos’ tomando el nombre del poblado o mineral –de oro, plata o cobre– más cercano, entre los que se incluyeron la placilla de Cachinal, Florida, Chañarcillo, Arqueros, Carrizal, San Marcos, Manantiales, Ligua, etc”, agrega.

Faenas mineras en el siglo XIX. Explotaciones en Chañarcillo. Fotografía de Rafael Castro y Ordóñez, Mina Dolores y Santa Rosa. 1863. Museo Nacional de Ciencias Naturales, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, España.

Las placillas se formaban sin más orden que las ganas y el empuje de quienes buscaban un lugar para dormir, aunque con el tiempo, y mientras lentamente el Estado chileno iba agarrando forma en el XIX, eso fue regulándose. “Durante el siglo XIX fueron reguladas y se comenzó a aplicar el damero urbanístico como sucedió en las placillas de Cachinal de La Sierra, Esmeralda y El Guanaco, al norte de Copiapó e interior de Taltal”, señala Godoy.

Por supuesto, los mineros que iban a las placillas tenían sus lugares preferidos para socializar y festejar: bodegones, prostíbulos y chinganas. Aunque Godoy destaca que fueron las chinganas las que concentraban los aplausos.

“Fue en la chingana donde el desenfreno popular encontró su mejor espacio, apelando a su condición de marginal, escondido y en los bordes de la legalidad –explica Godoy–. Precisamente, este concepto es una distorsión de la palabra quechua chinkana, que designaba un socavón o conducto subterráneo aplicado en Chile a los lugares de entretención popular emplazados en los suburbios de los pequeños poblados mineros del Norte Chico que eran frecuentados por los trabajadores después de la faena o en los días festivos o donde se acudía los domingos y festivos –como anotaba Zorobabel Rodríguez– a ‘remoler la chamuchina’”.

Mezcla de culturas

Pero las andanzas en chinganas no eran la única forma en que la gente asociada al trabajo minero socializaba. El norte chico fue congregando a la tradición de los pueblos originarios con los criollos de la joven república, además del catolicismo y las creencias populares. En la zona, como hasta hoy, era muy popular la Virgen de Andacollo, pero su culto recibió influencias indígenas. “Existen ejemplos como la instalación de cruces en los cerros más altos, los Apu, lugares sagrados del incanato o el encuentro de una imagen de la virgen, en la mayoría de las ocasiones por un indígena, dando origen a una fiesta religiosa en lugares que constituían centros adoratorios precolombinos”, explica Godoy.

“El ejemplo más notable es la apropiación de la superposición tierra-Virgen por parte del indígena, en cuanto las primeras representaciones de la Virgen de Andacollo responden a la versión ya clásica de la Virgen cerro, intensamente difundida en el altiplano, que permitió la resignificación de las antiguas deidades por parte de los indígenas”.

Otra celebración eran los canavales, una tradición traída por los españoles que se combinó con las festividades populares de base indígena. Así nació la fiesta de la Chaya, “proveniente de la palabra quechua cchallatha que designa el rociar o asperjar con agua u otro líquido”, explica Godoy.

Vista de Guayacán, 1860. En Recuerdos de Un Viaje en el Yacht Dart. Colección The J. Paul Getty Museum. (Los Ángeles, USA).

¡A celebrar el 18!

¿Qué consumían y bebían quienes participaban en la juerga de la época? Godoy señala que la carne de animales de ganado era la favorita: “Con ocasión de las fiestas principales se sacrificaba un toro, consumido en una preparación similar a lo que se denomina pachamanca en el mundo andino, procediéndose, para el efecto, a eviscerar el animal, rellenarlo con hierbas y ‘un picadillo’ previamente preparado, para después enterrarlo con cuero, cubrirlo con piedras y sobre esta encendieron una fogata, luego lo distribuyeron en trozos a los participantes”.

¿Y para beber? “La base era el vino de baja calidad conocido como ‘pitarillas’, la chicha y el anizado. El cambio se presenta con el proceso de modernización que provoca, como parte de un amplio proceso de europeización, la incorporación de la cerveza y, posteriormente el whisky, como bebidas ‘moderna’”.

Por supuesto, las autoridades de la época en un momento se vieron forzadas a actuar. “Las autoridades regionales y nacionales de la segunda mitad del siglo XIX estaban embebidas de una concepción europeizante de la festividad. Frente a esta concepción lo vernáculo de base indígena y popular resultaba un problema para la instalación del discurso del orden”, explica Milton Godoy.

Una de las medidas fue justamente disminuir las festividades religiosas y patrióticas, ello incidió, por ejemplo, en que solo se dejara al 18 de septiembre como día nacional. “Aunque las elites participaban en las mismas festividades, la propuesta fue disminuir las fiestas religiosas, centrar las fiestas patrias en el dieciocho de septiembre, (fiesta en que se mostraba mayor tolerancia a la embriaguez) y terminar con el carnaval que en Chile incluía ‘los tres días legales’, que antecedían el Miércoles de Ceniza, hasta que, en 1915, la Ley 2 977 no consideró el carnaval entre los días que se aceptaban como feriados legales, perdiendo aún más importancia”, señala Godoy.

De ahí, que, por ejemplo, tomara forma una de las principales festividades en la zona hasta hoy: la fiesta de la Pampilla en Coquimbo. “Un lugar de convocatoria popular que da cuenta del abandono del centro de la ciudad, donde se producía el desarrollo de la fiesta oficial y que se fue consolidando desde las últimas décadas del siglo XIX. Este paulatino cambio es perceptible desde la decimonónica década de los sesenta, cuando las carreras de caballo se hacían en sectores aledaños a la ciudad, las que a medida que se fue sofisticando el espacio urbano, comenzaron a ser desplazadas”.

El libro Minería y mundo festivo en el norte chico. Chile, 1849-1900, se encuentra en librerías del país y en el sitio web de la distribuidora La Komuna.