En dos años, cuando cumpla sesenta, daré una pequeña fiesta, piensa Barclays.

Luego se pregunta: ¿a quiénes invitaría a esa fiesta? ¿Y en qué ciudad tendría lugar el evento?

La respuesta le resulta inquietante: no tengo suficientes amigos para dar una fiesta. Salvo un puñado, no me quedan amigos. He perdido a casi todos mis amigos. ¿Será que los pierdo porque son pérfidos y desleales? ¿O más probablemente porque soy un escritor ensimismado que retrata a sus amigos, no siempre amablemente, en sus ficciones?

Barclays cuenta a sus mejores amigos: Silvia, escritora y karateca cinturón negro; María Gracia, preciosa artista chilena; Ximena, empresaria peruana, dueña de salones de belleza, organizadora de festivales literarios que no invitan a Barclays por considerarlo un escritor de ligas menores; Cielo, escritora argentina (pero habría que pedirle que no fume en la fiesta); Antonio, trotamundos argentino, dueño de hoteles coquetos con suites en los árboles; Joan, editor catalán de maneras refinadas; y Boris, figurón venezolano (tan narcisista y chillón que la fiesta terminaría siendo en su honor).

Cuando repasa la lista y repiensa los nombres, Barclays se cuestiona a Boris. No es mi amigo realmente, piensa. No es leal a mí. Es leal al mundo de las frivolidades, la moda y los chismes. Vendría a mi fiesta y al día siguiente hablaría mal de mí. Le espantaría verme gordo. No me lo perdonaría.

A buen seguro Barclays no invitaría a su exesposa Casandra ni al novio francés de esta. Casandra es el vivo recuerdo de uno de mis grandes fracasos, piensa Barclays. No debo verla más. Un día sin verla es un día bien vivido. Los años más desdichados los viví con ella. Además, me envolvería en sus humos tóxicos de fumadora compulsiva.

Tampoco invitaría a su exnovio argentino Macho Camacho. Guarda un recuerdo contrariado de él. Cuando terminaron, Macho Camacho, liado en un nudo de despecho, se paseó por las televisiones acanalladas, dejando una estela de baba y veneno, diciendo cosas insidiosas contra Barclays. Sin embargo, Barclays a veces sueña con él y extrañamente vuelven a ser amantes. Esos sueños lo hunden en una profunda confusión. La otra noche soñó que visitaba la casa de los padres de Macho Camacho y cenaba alegremente con ellos como si fuesen una sola familia. También soñó que Macho Camacho lo acompañaba al velorio de un actor que se suicidó. Las personas en el servicio fúnebre insultaban a Barclays, le enrostraban el suicidio, al tiempo que Macho Camacho lo defendía a golpes y salivazos. Si deplora a su exnovio, ¿por qué Barclays sueña amorosamente con él y su familia?

Tengo que invitar a Fernández Díaz, piensa Barclays. Es un amigo noble, leal, en extremo generoso. Es un gran escritor, un notable creador de ficciones, un columnista maravilloso. No puede faltar en mi fiesta.

Puesto a invitar escritores generosos, una cofradía casi desierta, piensa Barclays, debería enviarle un correo al cubano Montaner. Es un maestro del periodismo, del análisis político, del ensayo bien razonado. Además, es un gran tipo. Siempre ha sido bueno conmigo, recuerda Barclays. Me ha prestado su apartamento en Madrid tantas veces como se lo he pedido. Le he dejado el piso ensangrentado cuando me accidenté en bicicleta. Ahora está enfermo de Parkinson. Lo recuerdo con cariño todos los días. Es el padre que me hubiera gustado tener, piensa Barclays: sabio, liberal, tolerante, con un gran sentido del humor. La humildad es el mejor negocio del mundo, le dijo alguna vez a Barclays, y así ha sabido vivir el gran Montaner.

Siendo una fiesta de amigos, ¿invitaría Barclays a su madre, a sus suegros, a sus hermanos? No, mejor no. Daría una fiesta familiar en otra ocasión. Cuando cumplí treinta y cinco años, recuerda Barclays, organicé una fiesta más o menos pretenciosa: recuerdo cómo uno de mis hermanos, el cazador, el pistolero, miró con hostilidad a uno de mis amigos femeninos o afeminados o afectados. Ese amigo, José Manuel, chileno, periodista, ¿sería invitado a la fiesta por mis sesenta improbables años? La respuesta corta es no. ¿Por qué no? Porque se ha dejado el bigote. Porque gana más dinero que yo. Porque no me saluda en mis cumpleaños. Porque se ha vuelto izquierdista. ¿Tan intolerante soy? Sí, se responde honestamente Barclays.

Ahora que lo recuerdo, piensa Barclays, ¿invitaría al escritor chileno Fuguet? Sí. Es muy talentoso. No sé si es mi amigo todavía. Éramos amigos hace veinticinco años. Es un gran escritor.

¿Invitaría Barclays al escritor chileno Simonetti? Sí. Es muy talentoso. Habla mal de Barclays, pero este se lo perdona. Escribe muy bien. Sabe mucho de flores, de árboles y de hombres. Es guapo, a pesar de que es escritor. Dice que Barclays es chismoso, intrigante, conspirativo, desleal. Puede que tenga razón. Pero Simonetti no es una monja carmelita descalza. Barclays lo invitaría no tanto porque es su amigo, sino porque escribe bien.

A diferencia de Vargas Llosa, que algún tiempo lejano quizás fue su amigo, Barclays no cultiva la amistad de presidentes o expresidentes o políticos que sueñan con ser presidentes: los políticos directamente le aburren y el mundo del poder político le resulta fronterizo con el submundo policial e incompatible con el mundo elevado del arte, de la belleza, de la cultura. Si los políticos no leen mis libros, no puedo ser amigo de ellos, no deben venir a mi fiesta, piensa Barclays, recordando a su amigo Bolaño, que huía de los políticos como de la peste y entendía sabiamente que el escritor debe guardar una distancia profiláctica del poder: un escritor que se postula a presidente, a ministro, a congresista, se traiciona a sí mismo, traiciona al arte, a su arte, por un vil plato de lentejas frías. A veces, sin embargo, y esto lo confunde y deprime bastante, Barclays ha soñado que discute acaloradamente con un político, por ejemplo, con el odioso señor Aznar.

Sería lindo que Shakira viniese a mi fiesta. No vendrá. Ya no me quiere, piensa Barclays. Pero quizás recuerda que siempre la he amado.

Sería lindo que Calamaro viniese a mi fiesta. No vendrá. Me tiene simpatía, pero desde luego prefiere no verme. Prefiere ver una corrida de toros, piensa Barclays.

Sería lindo que Kevin Johansen viniese a mi fiesta. No vendrá. Lo he entrevistado, amo su nariz y sus canciones, pero dudo que me recuerde, piensa Barclays.

Serán pocos entonces: Silvia, María Gracia, Ximena, Cielo, Antonio, Fernández Díaz y Joan. Pero Joan encontrará una excusa de último momento. No vendrá desde Barcelona, sospecha Barclays, ni Montaner viajará desde Madrid, por razones de salud.

Serán apenas seis, por consiguiente. En el mejor de los casos, con Fuguet y Simonetti, si viajan desde Santiago, harto improbable, serán ocho: los invitará a ellos, no a sus parejas, pues le carga que, además de escribir tan bien, sean felices en el amor.

Luego están los amigos del colegio. Barclays recuerda con cariño a Germán que está en Ginebra haciendo música, a Guillermo que sigue amasando fortuna con sus emprendimientos mineros, a Jaime que es un escritor de singular talento y a otros más. Pero no se fatigaría invitándolos porque ninguno de ellos se gastaría simulando histriónicamente que, si eran amigos hace medio siglo, siguen siéndolo todavía. No, ya no son quienes eran en el colegio. El tiempo no siempre corrompe las amistades, pero a veces las congela o las pasma.

Y están los amigos del periódico, pero todos ellos, todos, sostienen en privado que Barclays, al volverse famoso gracias a sus programas de televisión, se convirtió en un cretino insoportable, y lo peor es que Barclays sospecha que tienen razón.

Y están los amigos de los tiempos enervados de la cocaína, como Lucho y Gonzalo, pero Barclays no quisiera tentar a los demonios de la autoflagelación que casi le costaron la vida.

Así las cosas, la fiesta, caso de celebrarse, tendrá lugar en casa de los Barclays, en una isla apacible de Miami. No habrá música ruidosa ni bailes afiebrados. No habrá drogas duras ni blandas. No se servirá comida peruana ni encebollada o picante. Solo se ofrecerán jugos de frutas y limonadas, nada de alcohol. No se hablará de política que es un veneno. Todos leerán fragmentos de las novelas de Barclays. Enseguida se bañarán desnudos en la piscina. A medianoche, la fiesta habrá terminado.

Casi mejor si no doy una fiesta, piensa Barclays.