Cuando Iván Guerrero hizo sonar su silbato decretando el final del encuentro en Ñuñoa, Luis Musrri se encontraba en la puerta sur del túnel de camarines. Todavía recuerda aquel pitazo, pero sobre todo aquel silencio. Era seguramente así como debía sonar el infierno.

Cristián Olguín, detenido en las inmediaciones del área rival, no era del todo consciente de lo que acababa de suceder. No terminaban de salirle las cuentas. Tampoco a Roberto Reynero, petrificado a la altura del círculo central; ni a Héctor Hoffens, enclaustrado en el vestuario desde su sustitución en el entretiempo. Incluso a Hugo Vilches, fuera de la nómina aquel día, pero presente en la tribuna del recinto, le cuesta esfuerzo reconstruir mentalmente la escena. Eran las seis y media de la tarde del 15 de enero de 1989 en el Estadio Nacional y la U acababa de precipitarse al abismo de Segunda. Su primer descenso en medio siglo de historia. El único, todavía hoy, en 91 años de existencia.

Un descenso dramático, concretado tras empatar 2-2 con Cobresal en la última fecha, tan díficil de explicarse como plagado de explicaciones. Y de responsables. Y de oscuras teorías conspirativas más o menos sólidas.

A la U, dirigida entonces por un Manuel Pellegrini que había colgado los botines apenas dos años antes, le bastaba con vencer al conjunto minero en condición de local para mantenerse en Primera. Y para salvar una temporada torcida desde el inicio, lastrada por la fuga de referentes, la ausencia de contrataciones y la grave crisis institucional y financiera que la entidad venía arrastrando desde hacía algún tiempo.

Pero la tarde del 15 de enero del 89, ante 17.000 espectadores, los tantos de Sergio Salgado para Cobresal terminaron haciendo infructuosos los descuentos de Álvaro Vergara, primero, y de Jorge Pérez, casi sobre la bocina. Los largamente cuestionados triunfos simultáneos de Unión Española y O'Higgins en sus respectivos duelos de visita ante Universidad Católica y Huachipato (ambos por 1-3) hicieron el resto. Con los mismos puntos que sus rivales directos por eludir el descenso (26), pero con peor diferencia de gol, la U terminó cayendo a los potreros.

"Da lo mismo perder por un gol que por cinco", había proclamado, dos meses antes, el presidente de la U Waldo Greene tras la derrota por 5-0 sufrida por su equipo en El Salvador, precisamente ante Cobresal. No podía imaginar entonces, seguramente, el timonel de la escuadra laica, que los azules terminarían perdiendo la categoría por un solo gol de diferencia.

"Nosotros teníamos que ganarle a Cobresal en el Nacional y no lo hicimos. Esa es la única realidad. Para esperar otra cosa era ya muy tarde", sentencia hoy, 30 años después, Roberto Reynero (54), uno de los futbolistas del plantel que más minutos llegó a disputar a lo largo del torneo. "En el fútbol, con el tiempo todo se sabe. Y los partidos estaban todos arreglados. Luis Santibáñez estaba en la Unión Española y siempre andaba con cosas raras. Se había arreglado con Católica", protesta, por su parte, Cristián Cepillín Olguín (55), máximo artillero del equipo, con seis dianas, aquella temporada. Una tesis -la de la conspiración- que comparte el ex delantero Héctor Hoffens (62), uno de los hombres más experimentados del conjunto estudiantil aquella campaña: "En ese final caótico hubo de todo. Mano negra, hombre del maletín, todo resultó en nuestra contra. La U fue perjudicada por esos arreglines".

Pero esa suerte de gigantesco complot no es el único argumento que los protagonistas esgrimen para justificar el hundimiento. "Fue una sumatoria de cosas. Lo económico, la juventud del plantel, el alejamiento de nuestro técnico, todo influyó", manifiesta Musrri (49), el capitán eterno de la U que afrontaba aquel año, con apenas 18, su primera temporada como titular.

Pero puestos a individualizar la culpa, pocos son capaces de olvidar hoy, tres decenios después del descalabro, la prolongada ausencia del entrenador debutante entre la sexta y la novena fecha del torneo para asistir a un curso de perfeccionamiento técnico en Lilleshall, Inglaterra. "Dejó el equipo medio abandonado. Y no es lo mismo que esté el jefe a que esté el ayudante", manifiesta Hoffens. Con Carlos Urzúa -ayudante del Ingeniero- a cargo del equipo de manera interina, la U apenas alcanzó a sumar un punto de 12 posibles. "Yo creo que fue una decisión equivocada y que hasta el día de hoy Manuel se arrepiente y se lamenta de haber ido a hacer ese curso dejando al equipo en el fondo", sentencia Olguín. Una idea instalada en el imaginario colectivo con la que discrepa, sin embargo, el hoy técnico de Temuco Hugo Vilches (49), en aquella época un lampiño delantero debutante en el profesionalismo: "Yo me quedo con la altura y la grandeza con la que Manuel manejó la situación, diciéndole a aquel camarín destrozado que el fútbol no se moría ahí y que había que tener fuerza para devolver a la U a Primera".

Aquel año 89, el conjunto azul terminó descendiendo con uno de los mejores rendimientos que se le recuerdan a un equipo defenestrado, pero también, es cierto, con el peor bagaje goleador de los 16 equipos participantes y con menos victorias en su haber que ninguno. Fue allí, sin embargo, en los potreros, donde buena parte de su mística como club acabó de forjarse. "Aquello nos repercutió mucho, porque en el plano personal quedamos marcados por el descenso, pero yo decidí bajar con la U para volver a subir con la U", asegura Reynero. "Fue pena, pero también gloria, porque después de bajar, volvió a renacer la U", ahonda Hoffens. "Fue un aprendizaje muy doloroso, pero nos hizo más fuertes. El descenso nos hizo más hombres a los más chicos, a mí me permitió madurar más rápido", concluye Musrri. Y Olguín regresa mentalmente a aquel funesto 15 de enero para rescatar: "En cuanto se acabó el partido, el hincha azul empezó a cantar: 'volveremos, volveremos'". Y al año siguiente, el 20 de enero del 90, 377 días después de que Guerrero hiciera sonar su silbato en el Estadio Nacional, la U regresó del infierno.