Los cultores de la historia desaconsejan entender el pasado con los criterios del presente y viceversa, aunque eso no significa ignorar de plano los parentescos entre un momento histórico y otro. Así, por ejemplo, no es descaminado preguntarse por los puntos en común entre “la necesidad de rodear con la movilización de masas el desarrollo de la Convención Constitucional” planteada hace un año por el timonel comunista, Guillermo Teillier, y lo que El Siglo, el periódico del PC, anticipaba en su portada del 16 de septiembre de 1946: “El pueblo montará guardia” y rodeará la sede del Legislativo el día 24, con el Congreso Pleno discutiendo la ratificación del radical Gabriel González Videla, quien había obtenido el 4 del mismo mes la primera mayoría (40,23%) en las elecciones presidenciales.

Es del tipo de preguntas que pueden parecerle legítimas al académico del Instituto de Historia de la UC Jorge Rojas Flores. Reconocido investigador de la niñez (Historia de la infancia en el Chile republicano, 1810-2010) y del mundo laboral (El sindicalismo y el Estado en Chile, 1924-1936), también ha indagado en las JJ.CC. y en el PC, y su nueva publicación, que debería aparecer el próximo mes, es un voluminoso estudio de la actuación del partido fundado por Recabarren en el período presidencial de González Videla.

Se trata del sexenio en el cual el partido de la hoz y el martillo formó por primera vez parte –brevemente- de un gabinete ministerial y el mismo en que fue institucionalmente excluido de la vida pública, en virtud de la Ley de Defensa Permanente de la Democracia (1948), que la posteridad ha conocido como la “Ley Maldita”.

En este período, como en cualquier otro, hay luces y sombras, pero a juicio del historiador eso no se refleja en el entendimiento que tenemos hoy. Por eso anota en sus conclusiones que los comunistas “han sido vistos solo como víctimas de una represión injusta o bien como responsables de haber seguido las directrices soviéticas. La primera interpretación parece ser la dominante, pero en ambos casos el enfoque ha estado puesto en la represión, como si el PC no hubiera hecho más que resistir en condiciones de completa exclusión”.

Cuenta, vía Zoom, Rojas Flores que su interés “siempre fue entender esta alianza tan estrecha, al parecer, y después el divorcio y la ruptura”. El interés inicial surgió en 2015, en el contexto de la participación comunista en el segundo gobierno de Michelle Bachelet. La coyuntura pasó, pero el interés se fue profundizando, porque “tras las descripciones tan gruesas que ha hecho la historiografía, creo que se esconde mucha más complejidad”.

¿En qué paralelos con el presente estaba pensando?

Hay ciertas recurrencias, que también vi en el período de la UP y que se me hicieron más evidentes en 1946. Por ejemplo, esa preocupación por el programa [de gobierno], que es bien peculiar del PC, quizá desde la época del Frente Popular. No pude encontrar el programa de [el candidato conservador Eduardo] Cruz-Coke: si existió, nunca se publicó. Lo mismo con [el liberal] Fernando Alessandri. Me parece que ahí se nota un poco la mano del PC: explicitar qué se quiere hacer y luego poner mucho esfuerzo en cumplirlo, a veces con independencia del escenario o de las condiciones que hacen posible llevar a cabo ese programa. Y eso se ve el 38, el 42, el 46 y después el 70.

Esa preocupación por cumplir el programa no se ve en todos los partidos. Y en el período de González Videla parece no entenderse que el programa presidencial es siempre una propuesta que define el rumbo de lo que se quiere hacer, pero que depende mucho de las condiciones institucionales que hacen posible -o parcialmente posible- su cumplimiento. El 46 se observa una incapacidad para leer el contexto político: un gobierno con minoría que logra ser ratificado por el Congreso pleno, lo que necesariamente implicaba negociar qué aspectos del programa eran viables, y en cuál momento, con los grupos que le dieron su apoyo. La lectura del PC era que el Partido Liberal tenía que ofrecer sus votos incondicionalmente. Y el cumplimiento del programa quedaba sometido a una lógica que se va a ver también en otros momentos: la presión de las masas

¿La presión de las masas como una espada de Damocles?

Al parecer, sí. Si el cumplimiento del programa se suspende, se retrasa o se tuerce, hay la amenaza constante de la movilización, que nunca queda muy claro si es una amenaza legítima -una presión para disuadir o convencer a la oposición de que se pliegue- o una amenaza de inestabilidad que está en el filo de lo permitido institucionalmente. Y así como se habló de rodear la Convención Constitucional, lo mismo se anunció el 46 con el Congreso Pleno, incluso cuando ya estaba resuelta la votación, lo que molestó a González Videla, porque creaba un clima innecesario de inestabilidad.

Esa voluntad un poco ciega –voluntarismo, se diría hoy- de hacer descansar el destino de un programa en la presión social está el 46 y también en el tiempo de la UP, cuando hay mucha dificultad para entender los límites del cumplimiento del programa y la necesidad de negociar algunos de sus aspectos. También está en el segundo gobierno de Bachelet.

Durante la campaña de primera vuelta, Daniel Jadue dijo que si un eventual gobierno de Boric se aparta “un milímetro” del programa, él estaría ahí para “cobrársela”. Camino a la segunda, Guillermo Teillier declaró que “ese es el programa” y no hay tiempo para intervenirlo. ¿Ve acá un rasgo identitario del PC?

Hay una apelación a la pureza, quizá a la pureza revolucionaria o a la consecuencia, que entrampa mucho, y quizá más aún en el tiempo de González Videla: quienes habían levantado su candidatura eran básicamente dos fuerzas, a diferencia de la UP. Y eso hizo quizá más agudo el tema, porque había mucha dificultad para arrastrar otra votación. La postura del PC era crear un “gabinete popular”, es decir, evitar alianzas con partidos de derecha, como el Liberal. El problema es que los otros partidos - el Socialista Auténtico, la Falange Nacional- tenían muy pocos diputados, lo que hacía inviable el llamado a un gabinete popular sabiendo que esto no rompía el aislamiento en que se encontraba un gobierno con minoría en el Congreso. Era una propuesta sustentada más bien en la pura voluntad de hacerlo.

Su libro toma nota de cuestiones inéditas que se dieron en 1946. ¿Qué ve de inédito a partir de 2019?

Creo que lo inédito en la coyuntura de 2019 es un estallido o un reventón social comparable a lo del 57, no a lo del 49 [La revuelta de la chaucha]. Incluso, diría que es mayor que el de 57, porque llega a lugares donde no hubo estallido el 57. Creo que lo inédito se produce también en términos de la institucionalidad: tanto el 49 como el 57 la institucionalidad no está amarrada a nada para frenar las acciones de saqueo o de turbas descontroladas, mientras en 2019 hay muchas restricciones para actuar. El contexto político, en ese sentido, es mucho más frágil y la autoridad está bastante limitada en su capacidad de acción. No es solamente la magnitud de la movilización, sino también las restricciones que supone el tema de los derechos humanos, así como la debilidad de un gobierno muy disminuido. El Estado no desplegó toda su capacidad para reprimir: por razones políticas y también por la dificultad de convencer a las Fuerzas Armadas de que su acción iba a ser respaldada por el sistema político.

¿Activó el 18-O la imaginación revolucionaria del PC?

Sí. Es algo que ocurre después del estallido inicial, aun si creo que hay más preparación de lo que se había dicho. Hubo un grado de espontaneidad, aunque lo que vino después me parece que ya no es tan espontáneo. Hay una canalización del descontento y esa confianza en que la masividad y la extensión va a imposibilitar frenar esto con los medios habituales del Estado, y eso genera una sensación muy similar a lo que se esperaba que ocurriera en la dictadura: que a pesar de que el régimen tenía toda la capacidad represiva en sus manos, iba a ser imposible usarla, facilitando que la presión social se hiciera sentir. Creo que se revitalizó esa confianza en la fuerza de la masa, que no necesariamente tiene que estar asociada a grupos armados, sino que es la masa en la calle, presionando por ciertas medidas.

Un posible “estallido 2021″ fue un hashtag usado hace unos meses en la cuenta de Twitter del PC. ¿Ronda la idea de una violencia que puede reasomar?

Se juega con el argumento de que esto es algo que igual va a ocurrir, por lo que es mejor hacerlo por vías institucionales, a veces forzando incluso la institucionalidad, que es un poco lo que decía Sebastián Depolo cuando habló de que un nuevo gobierno iba a meter inestabilidad. O sea, la inestabilidad ya está instalada. Entonces, es mejor anticiparse a esa inestabilidad, que es un destino inexorable si no se producen los cambios, dando espacio a ciertas transformaciones profundas.

Siempre está la amenaza de algo inevitable, con independencia de la voluntad de un partido en particular. Como si la masa ya hubiese decidido actuar. Pero tampoco hay que descartar llamados más explícitos a provocar protestas si es necesario. Creo que está jugando en ambos escenarios, trasladando la responsabilidad o el actuar a un ente externo.

En 2011, cuando supera en las elecciones de la Fech a Camila Vallejo, Gabriel Boric asoma a la izquierda del PC. ¿Cómo ve hoy su candidatura?

Es difícil situarla. Creo que todo el cuadro político se desfasó, y a eso se agrega que el Frente Amplio siempre fue una amalgama de distintas corrientes, algunas más moderadas y otras tanto o más a la izquierda que el PC, compitiendo en radicalidad. Y la candidatura de Boric tiene ese elemento un poco híbrido que hace difícil definirla con claridad. Creo que hay izquierda y también extrema izquierda en la candidatura de Boric. Está todo mezclado, y más ahora que se agregó una parte de la Concertación apoyándolo, y al final no está claro quién ejerce la hegemonía.

Hoy es difícil calificar qué es de izquierda o de extrema izquierda, y eso hace más difícil proyectar cómo sería un gobierno de Boric. Porque nada asegura que el PC va a ser hegemónico en ese gobierno, pero nada asegura que va a ser un grupo secundario. No está muy claro el perfil político de Boric, y tal como pasa con Kast, muchas cosas que se dicen ahora suenan a maquillaje para atraer al elector indeciso, pero no sé si son definiciones tan de fondo.

Ahora, no veo claro qué opción es menos riesgosa: tener un gobierno de derecha con una oposición que le va a hacer la guerra viva, o un gobierno de izquierda que no sé si va a tener la voluntad de negociar los cambios, de frenar ciertas demandas a nivel callejero y de tomar medidas que no son fáciles, considerando que no tendrán mayoría en el Congreso y que se requeriría una negociación que no sé si están dispuestos a tener.

Afiche de la campaña presidencial de Gabriel González Videla (1946).

¿Qué peso le asigna al sentimiento anticomunista, hace 75 años y en el momento actual?

Yo creo que hay algo de larga duración que todavía sobrevive y que rebasa al Partido Comunista. Detrás del discurso anticomunista se esconden varias cosas: la desconfianza en el PC, en particular, pero esta es también una forma de denominar a una izquierda revolucionaria que en algún momento se consideró marginal, sin espacio. Creo que hay un temor a una izquierda más tradicional que se asimila con la idea de comunismo y que genera una sensación de inestabilidad o de una masa a la que hay que halagar de alguna forma, que tiene que ver con el ejemplo argentino o con Nicaragua o Venezuela. Creo que algo de eso sobrevive bajo la consigna de la “amenaza comunista”.

¿Es más bien un sentimiento contrarrevolucionario?

Sí, o antisocialista, o contrario a las experiencias socialistas en general. Ahora, hay algo de lo que no se ha hecho cargo la izquierda, que suele abusar del tema como de un “fantasma”, como si hubiera una amenaza irreal. Yo creo que debería hacerse cargo tanto de la experiencia local como de la de otros países, de las cuales se hace solidaria de alguna forma. La experiencia de izquierda no está tan desprovista, como a veces se sugiere, de la amenaza antidemocrática, y de eso no se escapa ni siquiera la Unidad Popular, que no ha sido estudiada desde esa óptica: como un proyecto frustrado, interrumpido, pero que también generó acciones que hicieron sospechar un destino antidemocrático. Descartar una tradición autoritaria en la izquierda dificulta el diálogo, porque la izquierda parece sentirse portadora de la auténtica democracia, como si no hubiera dudas de las garantías que ofrece. Yo creo que eso está siempre en duda, tanto para la derecha como para la izquierda, pero la izquierda no se quiere hacer cargo.

Señala en el libro, a propósito del PC y su actuación en los años 40, que “la valoración de la democracia se expresó de modo ambiguo, ya que se intensificó la lucha por la libertad y la derogación de las leyes represivas, pero sin una discusión de fondo respecto del carácter instrumental o no de una institucionalidad que asegurara el pluralismo y la tolerancia”. ¿Qué importancia asigna a este punto?

Esto lo concentro en el PC, porque es mi objeto de estudio, pero en la época hay varios indicios de que la izquierda en su conjunto coqueteaba con la idea de la “democracia popular”, que va a aflorar en muchos momentos. Cuando se defiende la democracia, no se piensa en la “democracia burguesa”, sino en un estadio superior de democracia, aunque a mí me parece una democracia más restrictiva.

De hecho, en el período en que estuvo en el gobierno, el PC no fue para nada un partido preocupado de garantizar la libertad a todos los sectores políticos. De hecho, llama a ocupar la misma institucionalidad que con posterioridad va a pedir derogar: la Ley de Seguridad del Estado. Creo que es bastante instrumental el uso que se hace de esos mecanismos.