Marcelo cae al piso como si un rayo lo hubiese fulminado. Pese a que su agonía había arrancado casi 75 minutos antes, recién el pitazo final lo hizo asumir la realidad. Se tomó la frondosa cabellera, fijó la mirada en el pasto, y lentamente, al compás de las pifias que bajaban desde los cuatro costados del Mineirao, intentaba ponerse de pie.
Tan dramática es la escena en la cancha, que los alemanes no quieren festejar. Prefieren consolar a los abatidos jugadores de camiseta amarilla, quienes no quieren levantar la cabeza para no recibir el ajusticiamiento popular de aquellos que, hasta hace 90 minutos, los endiosaban. Nada, a partir de ahora, será igual en la vida de estos hombres.
Lo vivido ayer en Belo Horizonte no tiene punto de comparación en la historia futbolística de este país. Ni siquiera el Maracanazo, obra de 11 uruguayos que desafiando a 200 mil espectadores y a 11 tímidos rivales dieron vuelta una final peleada, de dientes apretados. Ayer, Brasil, que se jacta de tener el mejor fútbol del mundo, recibió una paliza frente a las narices de esos mismos aficionados que se prepararon por años para enterrar la maldición de 1950.
Thiago Silva, el capitán que no pudo jugar la semifinal por suspensión, intenta recomponer a sus compañeros. Nadie en el campo de juego se mueve de su lugar, mientras los insultos, preferentemente para Luiz Felipe Scolari y Fred, se multiplican. Ambos, por decisión popular instantánea, son los sindicados como los grandes responsables.
Fred, quien llegaba al Mundial como el hombre gol y se va como el peor centrodelantero de la historia de Brasil en esta clase de torneos, no puede evitar que la cámara de televisión lo enfoque y su imagen se multiplique por las pantallas del estadio. Con la mirada perdida, sin fijarse en lo que ocurre en las alturas, recibe toda clase de burlas de sus coterráneos. Sí, el ariete nació en Minas Gerais y se curtió en goles en Cruzeiro antes de saltar a Europa. Hoy, no lo reconocen como propio, pese a que su casa está a pocos minutos del estadio donde se convirtió en estrella.
De la fiesta brasileña dentro y fuera del estadio en la previa, no quedan rastros. Si hasta los "ole" se los regalaron a los alemanes después del séptimo gol. Recién ahí reconocieron la excelencia europea, con un aplauso de pie, cerrado, como ocurre en los grandes teatros. Sí, Alemania había convertido el Mineirao en un espacio del arte futbolístico, perfectamente imaginado por Joachim Löw y llevado a cabo por unos virtuosos futbolistas, de gen germano, pero que en su ADN futbolístico tienen cosas sudamericanas.
Y mientras en lo alto un millar de alemanes no para de cantar, levantar sus cervezas y pellizcarse para saber que lo que están viendo es cierto, los seleccionados brasileños deciden reunirse en la mitad de la cancha. Allí, Thiago Silva y Scolari dan un pequeño discurso antes de enfilar al túnel. Los primeros en dar la cara para la TV fueron Julio César y David Luiz. El primero aguanta el llanto, el segundo, ni siquiera se toma el tiempo de respirar. El central mezcla palabras con lágrimas y sollozos. Los dos se deshacen en disculpas, conscientes de que desplazaron a los villanos del 50 en el ranking del equipo más despreciado de Brasil.
El drama, la impotencia local, también se traslada a las calles del país. Disturbios en Sao Paulo, Río de Janeiro y Belo Horizonte. Buses ardiendo, pavimento encendido. Las protestas por el despilfarro de organizar un Mundial ahora apuntan netamente a la humillación en la cancha. La Copa fue mucho más cara para Brasil. Costó el alma del país.
El camino a camarines, corto, no impide los últimos insultos para los jugadores . Los 90 minutos de pesadilla ya terminaron. Ahora vienen todos los años de culpa que tendrán que cargar por protagonizar este episodio. La tristeza de ellos nao tem fim.