En Chile, los murales de Inti Castro (1982) se pueden ver a la salida del metro Bellas Artes de Santiago, o como parte del Museo a Cielo Abierto de San Miguel. También a un costado del Teatro Municipal de Arica, o en Valparaíso, su ciudad natal, en murallas que adornan el Paseo Atkinson y el Pasaje Dimalow, entre otros sitios turísticos.
En los últimos 20 años, el grafitero dice que ha pintado mucho más de 100 murales en países como Bolivia, Colombia, Perú, Francia, Noruega, Polonia y España, donde reside en la actualidad. "Una vez contabilicé más de 80 murales pintados en un año. La verdad, no me podría arriesgar con un número de todo lo que he realizado hasta hoy, pero de seguro más de un centenar", explica desde París, ciudad en la que el próximo 15 de febrero inaugura una exposición en la galería Itinerrance.
La muestra, la más grande que el artista haya realizado en Europa -antes había expuesto en Alemania e Inglaterra-, estará compuesta por 15 cuadros de gran formato y una escultura de casi tres metros, adelanta el grafitero. Su preparación y el reciente lanzamiento de su primera monografía -editada por Albin-Michel en Francia y por OchoLibros en Chile-, lo han tenido alejado de las murallas en los últimos meses.
"Paré porque de repente sentí que muchas veces se tienden a mal utilizar los murales. Uno pinta mucho y en ese ejercicio no se pregunta para quién está trabajando realmente", explica el artista. "Resulta que hay ocasiones que te pueden invitar a un festival a pintar un muro, pero el fin detrás de eso es gentrificar un espacio, por ejemplo. Todo eso me hizo replegarme y concentrarme por un tiempo en la exposición", señala.
Como muchos grafiteros, la historia de Inti comenzó durante su adolescencia: tenía 13 años cuando ya pintaba murallas de manera clandestina por las noches. Por ese entonces vivía en Valparaíso y sus referentes eran sus propios pares y lo que veía en revistas importadas. No imaginaba que años después, Santiago se transformaría en una ciudad reconocida por el arte callejero de barrios como Brasil, Yungay y San Miguel. Tampoco calculó que él mismo sería uno de los que protagonizaría con sus murales muchas de esas calles, que hace pocos días permitieron distinguir a la capital chilena dentro de los 21 destinos turísticos imperdibles de 2018, según la revista National Geographic.
¿Cuál es su opinión respecto a los muralistas en Chile?
Te mentiría si hablara con propiedad de lo que pasa en Santiago y otras ciudades, porque no estoy tan informado, pero sí siempre se ha hablado de que Brasil y Chile están a la cabeza del street art en Latinoamérica (…). Yo tuve grandes referentes nacionales, entre ellos el colectivo DVE Crew y también, en su época, la Brigada Ramona Parra. Admiro especialmente el trabajo del Mono González, que siempre se ha preocupado de mantener un diálogo con las nuevas generaciones, compartir murales, incluso. Hay mucho que aprender todavía del arte público.
Hay quienes consideran que es un atentado al espacio urbano.
Creo que las cosas públicas son un poco de todos al mismo tiempo, pero eso no significa que podamos pasar por encima del trabajo de otra persona. Hay que aprender a convivir y encontrar un punto de diálogo no sólo con los habitantes, también con otros muralistas. Yo soy de la política de que si algo ya está pintado, no voy a pintar encima, no importa la calidad del trabajo, eso a mí no me incumbe. Espacios para ganar hay muchos, lo importante es que la obra siempre genere algo en el público.
Sincretismo latinoamericano
Viajar ha sido una constante en la trayectoria de Inti Castro. Antes de establecerse de forma definitiva en Europa el año 2011, donde continuamente es invitado por organizaciones y festivales que remuneran su trabajo, recorrió Latinoamérica. Primero, mientras estudiaba en la Escuela de Bellas Artes de Viña del Mar, se interesó en la historia mapuche en una búsqueda de culturas originarias como fuente de inspiración. Siguió con la aymara en el norte de Chile, Perú y Bolivia. No obstante, fue un viaje a Brasil el que cambió su mirada del street art para siempre. "Fue un golpe, porque lo que entendía hasta ese momento como estética de la calle se rompió: al caminar por la ciudad uno se encontraba con cualquier cosa, todo valía, no había límite alguno. Era expresión pura", dice.
Hoy, escribe en su monografía: "Una vez que sales de Chile, una vez que olvidas estas fronteras políticas (…) te das cuenta que el continente entero es tu país". En efecto, el sello de su trabajo es el mestizaje, donde conviven, por ejemplo, motivos de tapicerías americanas, paletas de colores eléctricos, y también íconos latinoamericanos como la figura del kusillo, un bufón altiplánico de la cultura aymara, o el Ekeko, dios andino de la prosperidad.
¿Cómo cambió su trabajo al emigrar a Europa?
El tema del sincretismo latinoamericano lo abordé primero por instinto, porque siempre me sentí muy cerca de las culturas originarias. Al salir uno empieza a mirarlo de otra forma: a comprender similitudes y diferencias entre continentes que inevitablemente te llevan a resignificar tu obra, incluir otros elementos. Me gustaría llevar mi trabajo a un sincretismo global, en referencia a una época en que estamos hiperconectados. Sé que es una utopía y una mirada un poco romántica: estoy consciente de que la realidad es mucho más dura.