Inti Castro tenía 14 años y, como todo grafitero, se apropiaba de murallas ajenas para pintarlas de noche, a escondidas de la policía. Intuía que lo suyo era ilegal y peligroso, pero se equivocaba. "Una vez arrancamos toda la noche para pintar una muralla y al otro día descubrimos que al dueño de casa le había encantado. En Valparaíso, a la gente le gusta ver los muros llenos de colores. Hay cultura de grafiti y hasta los 'pacos' identifican de quién es cada mural", dice el artista, quien a los 30 años está convertido en uno de los máximos referentes del street art local.
Porteño de nacimiento, Inti pasó por la Escuela de Bellas Artes de Viña del Mar, pero nunca dejó el arte callejero. A partir de 2009, su trabajo en el grafiti se intensificó y traspasó fronteras, al realizar sus primeros murales públicos en Suecia, Noruega, Perú y Bolivia. Fue este último viaje el que definió para siempre su estética. Hasta ese momento, los personajes de Inti eran especies de alienígenas blancos, de cabezas pequeñas y manos enormes, envueltos en cintas de colores. Tras el viaje, los íconos latinoamericanos habitaron sus dibujos.
"En el Carnaval de Oruro, los bailarines hacen sus trajes con muy poco. Me marcó esa riqueza creativa y me encanté con los personajes. Me apropié del kusillo, un bufón altiplánico que he ido transformando hasta hacerlo mío. Mi pintura refleja lo que es Latinoamérica, donde el sincretismo es clave, la mezcla de la cultura española con la precolombina es potente", dice el artista, quien partió tomando como referentes de su pintura a la Brigada Ramona Parra, al colectivo DVE Crew y a los portugueses Os Gemeos.
Desde entonces, el kusillo se hizo presente en todas sus obras. Inti lo cubre con prendas de diseños mapuches o mayas, y como a un equeco lo carga de sueños: le cuelga un collar de pimientos, choclos, calaveras y algunos instrumentos musicales.
Hace sólo unas semanas, el artista terminó de pintar su mural más grande, de 47 metros de alto, en una torre de 16 departamentos en el centro de París. Fue invitado por su galería Itinerrance, con la que trabaja hace dos años, y por el propio alcalde de la ciudad, Bertrand Delanoë. Lo hizo en 10 días y costó mil dólares. Allí pintó a un niño gigante que maneja una marioneta con traje de obrero, el que a su vez maneja a otra, con aspecto de empresario. "Es una crítica que funciona como una utopía: ver al más débil controlando al más fuerte", dice.
Invasión de grafiti
La fórmula para dejar estampado su arte en las calles del mundo funciona casi siempre igual. Inti es invitado a festivales internacionales de street art, que hoy proliferan y que buscan repletar zonas urbanas de murales. Este año fue invitado al Urban Forms de Polonia y al Urban Samtidskunst de Noruega, para intervenir muros en las ciudades de Lodz y Oslo. En la primera pintó una especie de santo guerrero, con un cinturón de balas, y en la segunda un kusillo agricultor con una pala al hombro. Ambos de 18 metros de alto.
De allí viajó a Líbano, para pintar en el barrio de Hamra, en Beirut, en el festival White Wall. "En esos lugares no están acostumbrados a los murales. Para la gente son una novedad y no saben qué opinar. Al principio lo ven raro, pero luego son receptivos", asegura. "De por sí el grafiti es invasivo, e imponer una imagen es una responsabilidad, sobre todo cuando son una cultura y una religión tan distintas a las nuestras. Por eso me gusta trabajar con mensajes positivos; no hablar de los conflictos, sino de las soluciones. Proponer algo nuevo es mejor que recordar lo malo", resume.