Hace un mes la profesora de lenguaje Katherinne Retamal (32) despertó sintiéndose muy bien consigo misma. Se miró al espejo, sacó un vestido del clóset que no se ponía hace tiempo –durante años no ocupó prendas que dejaran al descubierto su cuerpo– y salió tranquilamente a hacer las compras de la semana. Cuando iba en camino de vuelta a su casa un hombre la empezó a acosar verbalmente durante varias cuadras. Ella se puso nerviosa, aceleró el paso y finalmente, llegando a su casa, cerró la puerta con fuerza.

Recién ahí se dio cuenta que había sentido miedo, angustia y asco a tal punto de sentirse físicamente inhabilitada. Apenas estuvo adentro de su casa, se cambió de ropa y se puso a llorar.

No era la primera vez –y tampoco la más grave de todas las veces– que vivía un episodio de acoso sexual callejero. Hace unos años, mientras iba caminando desde su casa al trabajo, un hombre la persiguió durante todo el trayecto. Fue tanta la angustia que sintió, que decidió cambiarse de trabajo y por mucho tiempo no quiso salir de la casa. Tampoco se sintió capaz de realizar una denuncia, porque no había podido identificar ningún rasgo distintivo y tenía claro que sin esa información, era poco lo que se podía lograr.

Pero esta última vez, en un afán por empezar a verbalizar lo que ha sentido durante mucho tiempo, decidió confiárselo a una amiga. Le habló de la impotencia y la frustración que sintió. De haber pasado de estar con la autoestima alto a sentirse totalmente arrebatada en un par de horas. Y, por último, de la batalla que enfrenta a diario, cada vez que se despierta y tiene que deliberar respecto a lo que se pone o no antes de salir al espacio público. Pero su amiga, luego de escucharla, le dijo: “Si te piropean, es porque te ves bien. No deberías sentirte mal”.

Hace ya unos años que Katherinne sufre de ansiedad social y mantiene un grupo de amistades reducido. Durante mucho tiempo, también, dejó de realizar actividades que le gustaban por miedo a sufrir una situación de acoso y abuso sexual. Y sabe que no es la única que vive una batalla interna cotidiana en la que confluyen hastío, angustia y una fuerte sensación de culpa y autocrítica. “Todas las mujeres hemos pasado por situaciones desagradables de acoso callejero y pocas lo hemos manifestado. Con mis amigas nunca abordamos el tema y por eso me lo he guardado durante tanto tiempo. Se genera un círculo vicioso: al no hablarlo se da paso a que finalmente sea una la que se siente responsable de que pasen estas cosas y menos ganas dan de hablarlo. He sentido culpa y me he cuestionado si he hecho algo para que me digan cosas o me sigan durante cuadras con la intención de intimidar y amedrentarme. Pero no podemos seguir naturalizando estas situaciones. Podemos sentirnos lindas un día y eso no justifica que nos pasen a llevar en la calle. Yo soy profesora y no quiero que mis alumnas vivan esto”.

Al igual que Katherinne, son muchas las mujeres que han pasado por experiencias similares. A principios de este año el Observatorio Contra el Acoso Chile (OCAC) realizó la primera encuesta nacional sobre acoso sexual callejero, laboral, en contexto educativo y ciberacoso, en la que, entre otras cosas, se definió que existen distintos tipos de acoso callejero; no verbal, verbal, físico y de persecución.

Los resultados, recopilados en el informe Radiografía del acoso sexual en Chile, realizado en el marco de Juntas en Acción y con apoyo de la Unión Europea, fueron categóricos: del total de mujeres entrevistadas, un 86,4% reconoció haber sufrido a lo menos una situación de acoso sexual callejero en su vida; de aquellas que habían vivido un acoso callejero físico, un 86,5% había sufrido tocaciones de partes privadas y no privadas del cuerpo; y un 58,6% del total había sufrido una persecución a pie o en auto. Por último, se reveló que un 38,7% de las encuestadas había solicitado compañía para trasladarse a ciertos lugares luego de haber sido acosadas.

Y es que, como explica la presidenta del Observatorio Contra el Acoso Chile, Carolina Jiménez, lo más difícil y a su vez lo más importante para la organización ha sido tipificar el acoso sexual callejero como un tipo de violencia de género. “Hay que plantearlo así porque efectivamente tiene impactos profundos en las víctimas y muchas se ven obligadas a modificar sus conductas y comportamientos. Es un tipo de violencia sexual que paraliza, inhabilita e implica que el cuerpo de las mujeres sea considerado público por el solo hecho de habitar el espacio público”, explica. “Luego de haber sufrido esta violencia, muchas cambian sus conductas: piensan en qué ropa ponerse, en salir acompañadas y modifican sus itinerarios y rutas de traslado. Si fueron acosadas en el metro tratan de ocupar vagones más vacíos o ponerse en la pared para que nadie quede detrás de ellas. Es una violencia cuyos impactos permean en muchos ámbitos y nos va condicionando”.

Es justamente ese punto el que ha sido difícil de instaurar en el imaginario colectivo. Porque en Chile, lejos de ser concebido como un tipo de violencia de género, el acoso callejero es considerado un tema cultural. “Desde 2014 que como organización nos hemos preocupado de desnaturalizar el acoso callejero. Por un lado se pensaba que solo tenía que ver con los piropos, y por otro, se lo asumía como algo propio de la cultura e idiosincracia chilena, como si se tratara de algo tan arraigado que no tenía por qué ser cuestionado. El trabajo justamente fue evidenciar que no es normal y que obedece a un tipo de violencia”.

Y es que, recién el año pasado entró en vigencia la Ley de Respeto Callejero, impulsada por el Observatorio Contra el Acoso Chile y que por primera vez clasifica estas situaciones como violencia sexual ante la justicia, con sanciones que van desde multas hasta penas de cárcel. La iniciativa, que modifica el artículo 494 del Código Penal define a quien comete acoso sexual callejero como aquel que “en lugares públicos o de libre acceso público, y sin mediar el consentimiento de la víctima, realiza un acto de significación sexual capaz de provocar una situación objetivamente intimidatoria, hostil o humillante, y que no constituya una falta o delito al que se imponga una pena más grave”, y a su vez considera como acoso tanto los actos de carácter verbal o ejecutados por medio de gestos, como las persecuciones, actos de exhibicionismo obsceno o de contenido sexual explícito.

Si bien este es un primer paso fundamental, es mucho lo que falta a nivel de políticas públicas. Como explica Jiménez, “el trabajo que se tiene que hacer es desde la educación y la reflexión, no solamente desde la sanción, que fue lo que logramos con la ley. Justamente, cuando hablamos de educación sexual integral desde los primeros niveles, tiene que ver con aprender que el cuerpo de la mujer no se debe sexualizar o cosificar y también con que no sean la pornografía y los programas de televisión sexista las principales herramientas educativas”.

A su vez, según señala Jiménez, las violencias sexuales y en particular la del espacio público, afectan la democratización de los espacios, porque finalmente las mujeres no se pueden desplazar libremente por la ciudad. “Eso tiene que ver con algo mucho más sistémico, porque finalmente se logra que la víctima modifique su vida y la capacidad de desplegarse libremente. En ese sentido la Ley es clave pero no suficiente, porque hay un sistema judicial que no considera el nivel de impacto e incidencia que tienen estos episodios, los ve como hechos menores”.

La psicóloga especialista en temas de género y académica de la Universidad Diego Portales, Guila Sosman, explica que además de tratarse de prácticas que refuerzan y perpetúan los espacios de poder –el espacio público le sigue perteneciendo a los hombres y se vuelve un lugar amenazante para las mujeres–, son muchos los impactos a nivel psicológico. “Dependiendo del grado y la frecuencia, el acoso callejero puede causar un trauma o un estrés postraumático. Puede dar paso a que las mujeres se sientan más ansiosas, que tengan temor y se angustien por recordar continuamente la escena. A su vez, esto da paso a que eviten ciertos lugares y ciertos horarios. Y finalmente, se van restringiendo sus libertades personales”, explica. “Muchas veces sienten vergüenza, indignación y culpa, porque en el fondo se cuestionan qué hicieron o qué dijeron para que les pasara lo que les pasó”.

Sosman explica que lo que pasa a menudo es que las mujeres que han sido víctimas de este tipo de episodios de violencia empiezan a asumir ciertas conductas para protegerse. “Muchas de mis pacientes se visten de otra manera cuando toman transporte público, pero esta cultura de prevención establece que somos nosotras las que tenemos que cuidarnos y finalmente la culpa recae en lo que hicimos o no. Estar solas o vestirnos de cierta manera termina siendo un factor de riesgo, cuando no debería serlo”.

Y es que, como explica la especialista, las medidas de prevención responsabilizan finalmente a la mujer de su seguridad o falta de esta. “Siguen perpetuando la idea de que somos nosotras las que tenemos que defendernos y que está justificado que nos acosen. Las mujeres tenemos que sentir las calles como un lugar seguro; no nacemos, contrario a lo que creen muchos hombres, para ser objeto de su deseo y queremos nuestra propia identidad y libertad”.