La semana pasada en la empresa donde trabajo nos llamaron a reunión para comunicarnos sobre ciertos cambios que se venían para el segundo semestre. Entre varias modificaciones asociadas principalmente al teletrabajo, nos avisaron que harán una rotación en las jefaturas de los equipos. Hasta entonces mi grupo estaba a cargo de un hombre, pero desde este mes nuestra jefa será una mujer.

Recibir esa noticia me puso algo incómoda. Lo comenté con mis cercanas una vez que terminó. Y es que siempre he sido de la idea de que trabajar con mujeres es más difícil, una impresión que, reconozco, no viene de mi experiencia, sino más bien en una creencia que he escuchado durante años: las mujeres son complicadas, envidiosas, competitivas y cahuineras, especialmente cuando se trata del lugar de trabajo.

Es un fenómeno que no deja de llamarme la atención, principalmente porque con quien lo comenté fue justamente con mujeres. Si bien en el ámbito personal muchas hablamos de nuestras amigas como un apoyo importante para nuestras vidas, pareciera ser que cuando abrimos ese espacio hacia lo público, las mujeres aparecen como nuestras peores enemigas. Esa contradicción la he vivido yo misma: la relación con mis amigas ha sido el motor de mi bienestar emocional a lo largo de mi vida, pero también, en determinadas ocasiones, han sido otras mujeres las que más problemas me han causado en el ámbito profesional.

Históricamente las mujeres estuvimos relegadas a lo doméstico y el espacio público era dominado por los hombres y, por lo tanto, por sus conductas. Una vez que las mujeres comenzamos a habitar esos espacios, y con la finalidad de adaptarnos, comenzamos a adquirir esas conductas que nunca nos fueron propias. Es cosa de pensar cómo nos comportamos en nuestro espacio íntimo, con nuestras amigas. Allí no hay más que apoyo y complicidad. Lo que ocurre es que al salir de ese espacio de cobijo, nos hemos visto obligadas a adquirir formas de relacionamiento que son más típicas de los hombres, pero que se nos han atribuido como una manera de hacernos competir.

Las mujeres solemos ver a otras como una amenaza incluso antes de conocerlas, como me pasó a mí con la jefa nueva. Esa idea de que las mujeres no podemos trabajar juntas quizás fue porque las primeras, aquellas que nos abrieron camino, se vieron obligadas a entrar en dinámicas de competencia para encontrar su lugar, pero insisto, no son propias de nosotras y a estas alturas ya se transformaron en una suerte de mito alimentado por una sociedad machista a la que le conviene que no estemos unidas.

Alguna podría leer esto y rebatir con su mala experiencia con otra mujer, pero cuántas podríamos equilibrar esa balanza con malas experiencias con hombres. Creo que muchas. El tema es que estamos tan acostumbradas a ver a las otras mujeres como un enemigo que solemos quedarnos con ese imaginario y seguimos alimentándolo.

Creo que es importante que, a pesar de que sea complejo terminar con estos estereotipos, al menos reflexionemos sobre ellos. El reconocer la ausencia de valorización de las otras mujeres, aquellas que no están en nuestro círculo íntimo, habla también de nuestro escaso amor propio.

Es fundamental que las mujeres aprendamos y demostremos que podemos trabajar bien juntas, porque es la única manera de avanzar hacia una transformación social. Y para que eso ocurra tenemos que entender que los conflictos que se dan entre mujeres son el resultado de una socialización en un contexto de desigualdad –muchas efectivamente han tenido que pelear por destacar porque no hay equidad– y no inherentes a nuestra biología o nuestras hormonas. Sororidad es un concepto que aquí deberíamos aplicar y que se sigue dando más en espacios privados o cuando se trata de cuestiones que nos unen, como la violencia. Pero tenemos que ser capaces de demostrar que somos sororas no solo con nuestras cercanas, sino que con todo el género, y especialmente en ámbitos en donde estamos en desventaja, como es el trabajo.

Quizás la manera de partir es “por casa”. Modifiquemos nuestros propios comportamientos, intentemos mejorar nuestras conductas, porque –y esto lo he escuchado mucho– la transformación social parte con el cambio personal. Yo al menos, lo primero que haré será ir con mi mejor disposición a la reunión con mi nueva jefa.

Margarita (49) trabaja en ventas.