"La casa en que crecí estaba en una parcela de cuatro hectáreas en el paradero 27 de Vicuña Mackenna cuando Puente Alto todavía era campo. Nos fuimos del centro de Santiago porque mi papá convenció a mi mamá diciéndole que iban a tener una vida más calmada y que era un lugar muy tranquilo y seguro. Cuando llegamos, me acuerdo que no había agua ni luz y que  para mí vivir ahí era toda una aventura. En esa época éramos ya cinco hermanos pero terminamos siendo nueve. Por eso, la casa que partió siendo más bien un chalet pequeño, tuvo varias ampliaciones a lo largo de los años.
Cuando llegamos a vivir a ese lugar yo tenía seis años y mi hermana mayor tenía 12. Como era harta la diferencia yo jugaba más con mis hermanos hombres que tenían ocho y diez en esa época. Nuestros panoramas siempre eran afuera porque nos encantaba correr entremedio del pasto largo, escondernos y pillarnos. Yo era la más osada de todos y por eso tuve varios accidentes de niña. Con mis hermanos jugábamos a los indios y los vaqueros. Me acuerdo que una vez me llegó un piedrazo y casi me desmayo, así que me metieron rápido en una ruca que habíamos construido en el patio para que no nos pillaran porque mi mamá era la que nos retaba cuando hacíamos maldades. Cuando cumplí diez años mi papá compró un caballo percherón. Era muy grande y se usaba para trabajar en el campo porque tienen harta fuerza. Y su tamaño permitía que nos pudiésemos subir los cuatro niños arriba.
Nuestra casa la construyó mi papá. Era de ladrillos y por fuera estaba pintada de color blanco. En la entrada había una galería larga con piso de baldosas color rojo que había que cruzar para llegar a la puerta principal. Tenía un solo piso y yo compartía una pieza con mis hermanas y los hombres compartían otra. Teníamos un comedor grande con vigas a la vista en el techo y muebles de madera antiguos que estaba separado del living por un arco de concreto. Ese espacio se usaba sólo en ocasiones especiales porque a mi mamá no le gustaba que ensuciáramos el piso o lo dejáramos desordenado. Para el día a día teníamos un comedor de diario al lado de la cocina con ventanales grandes en todas las paredes. En el living pasábamos harto tiempo, sobre todo en invierno cuando prendían la chimenea y nos reuníamos todos los hermanos para escuchar el radioteatro con mi papá. Teníamos un sofá y varios sillones en esa habitación pero me acuerdo que los niños nos sentábamos en el suelo sobre cojines y escuchábamos el programa que en esa época era sobre personajes de la historia de Chile como los hermanos Carrera o Manuel Rodríguez. Aprendí mucho sobre historia, además mi papá era un hombre muy culto y nos hablaba de distintos temas y nos incentivaba a leer. En ese mismo living teníamos una estantería enorme llena de libros y había otra más en la pieza de mis papás. Cuando llegaba algún libro nuevo a la casa o compraban comics, mi mamá nos hacía anotar nuestros nombres en un pedazo de papel para meterlos en un sombrero y así sortear al azar quién partía leyendo qué.
Recuerdo que para llegar al colegio teníamos que salir de la casa a las siete de la mañana y tomar el tren o un bus que nos llevaba al centro de Santiago. En invierno había tanta escarcha en el patio que parecía casi como si hubiese nevado. Nuestra parcela estaba a varias cuadras del camino principal así que teníamos que caminar harto pero a mí no me importaba porque siempre me ha gustado el frío. Como yo era una de las mayores, caminaba más rápido y mis hermanos chicos me acusaban a mi mamá porque decían que los dejaba solos en el camino. Cuando volvíamos de clases, lo primero que teníamos que hacer antes de salir a jugar era dejar nuestros zapatos lustrados y el uniforme listo para el día siguiente.
Como teníamos mucho espacio mi papá plantó en el jardín muchísimos árboles de distintos tipos de duraznos y membrillos. Además teníamos sandías, melones, tomates, un parrón y un montón de flores. En la época de la cosecha llegaban muchos amigos y parientes desde Santiago a vernos para aprovechar y sacar frutas de los árboles. A mí la vida de campo me encantaba. Lo que más me gustaba era jugar afuera, descubrir cosas nuevas. Hasta el día de hoy sueño con esa casa, me veo de niña caminando por el jardín y revisando los árboles buscando duraznos amarillos que pudiesen haber quedado rezagados después de la cosecha. Para mí la mejor época de mi infancia fue esa, con los pies y las manos en la tierra".

Adela Montt (80) vive en Santiago con uno de sus seis nietos y cultiva sus propias plantas de tomate en el balcón.