Mi primera fiesta fue en sexto básico, en 1994. Fue una fiesta de curso en la casa de una amiga y me acuerdo perfecto del escenario: era en una terraza, una especie de deck de madera oscura. No era muy grande, pero mujeres y hombres estábamos ubicados en los extremos del lugar, tan separados, que el espacio se sentía gigante.

Decir que mis amigas y yo estábamos nerviosas queda corto; nuestros zapatos de arpillera, las zapatillas de lona, los cueritos en el cuello, las camisetas teñidas, las camisas escocesas, las blusas satinadas de colores fuertes con botones a presión y el algodón elasticado no eran suficientes para darnos la seguridad que nos hacía falta, pero contar con alguna de esas prendas de alguna manera ayudaba.

Los hombres se veían mucho menores que nosotras, más bajos y con voces todavía demasiado agudas, aunque un par de amigas habían invitado a algún que otro primo más grande. Éramos tan chicos e inocentes, que un compañero llegó con un queque, enviado por una mamá probablemente conmovida y derretida por este hito quizás tan emocionante para ella como para su hijo.

Costó que empezara el baile. La pista improvisada estuvo vacía la mayor parte de la noche, hasta que de a poco nos fuimos atreviendo mientras sonaban canciones como The Sign de Ace Of Base, Here Comes The Hotstepper de Ini Kamoze, La Rubia del Avión o Era Muda de Los Ladrones Sueltos. No tengo certeza, pero tampoco me sorprendería que La Macarena hubiera sido parte del repertorio del DJ. Si ya la situación era adrenalínica, el instante en el que sonó el primer lento ya fue revolucionario.

No sé si bailé un lento esa vez, me parece que no, pero al igual que mis amigas sí lo hice en esas épocas y siempre me ponía nerviosa. Yellow Led Better de Pearl Jam, Far Behind de Candlebox y Always de Bon Jovi son los que mejor recuerdo de esos años, la banda sonora del momento más torpe de la noche, en el que se cortaba la canción que mantenía la distancia para pasar a “abrazar” a la contraparte. “Abrazar”, porque al principio -en ese tiempo, cuando teníamos 12 o poco más- nuestro codo casi no se flectaba, trecho que con la práctica se fue aminorando. No sé si habremos sido sólo nosotras (nunca fuimos muy avispadas, honestamente) o si era así en general, pero hoy sin duda es diferente.

Nostalgia aparte, no podría decir si bailar un lento sea algo que haga mejor o no una fiesta, me da igual, pero sí me emociona el acercamiento que se alcanzaba, porque era muy distinto a cualquier otra circunstancia, especialmente en un mundo en el que la pubertad solía ser más ingenua. Lo pienso y de inmediato se me vienen a la cabeza esos memes que contrastan las coreografías que hacíamos las adolescentes en los 90 con las que hoy hacen niñas de la misma edad en TikTok, espléndidas, maquilladas, sexys, con tenidas que mi mamá jamás hubiera permitido y una coordinación que nunca alcanzaré.

El recuerdo me enternece y me gusta porque ahora -a los 40 años- cuando con mis amigas hablamos de esos momentos, todavía surgen gritos espontáneos, como si esa adrenalina nos volviese a tomar el cuerpo; una descarga basada en algo tan inocente como el solo recuerdo de tocar y ser tocadas; la primera aproximación a algo misterioso y atractivo, con manos curiosas y absolutamente cándidas.