Entre la larga lista de hazañas de la abogada guatemalteca Renata Ávila destaca su trabajo junto al juez Baltazar Garzón en la defensa y asesoría de periodistas y whistleblowers (filtradores anónimos de información), incluyendo la del célebre Julian Assange, el fundador de Wikileaks. También formó parte del equipo legal que representó en el proceso de extradición a España a las víctimas de genocidio en Guatemala, incluyendo a la líder indígena y premio Nobel de la Paz, Rigoberta Menchú, y lideró junto al inventor de la web, Tim Berners-Lee, una campaña para la promoción del respeto a los derechos humanos en la era digital. Llegó a Chile hace apenas un par de meses, dejando atrás un puesto senior en la World Wide Web Foundation, para ser la nueva cabeza -y por primera vez en nueve años femenina- de la fundación Ciudadano Inteligente, ONG independiente que lucha por mejores democracias en América Latina empoderando a la ciudadanía, con oficinas en Santiago y Río de Janeiro. Gracias a su experticia en temas de transparencia, tecnología y derechos humanos, Renata liderará una nueva etapa en la fundación, buscando, entre otras cosas, crear una plataforma que permita denunciar delitos, fraudes o actos de corrupción, con mecanismos que protejan a los denunciantes y que sirva de piloto para el resto de Latinoamérica. Aunque de eso no piensa entregar aún mayores detalles.

¿Qué idea te has hecho de Chile en estos meses?

Lo peor que tiene Chile es su buena fama. Desde fuera se ve como un caso excepcional. Una democracia estable donde todo marcha bien, y luego vienes acá y te das cuenta de que la desigualdad es brutal y aceptada, no hay en la ciudadanía espacio para actuar libremente porque te puede costar tu trabajo u oportunidades, el ser un ciudadano activo no es algo celebrado, así como cuestionar el poder. Nosotros en Ciudadano Inteligente queremos cambiar eso. Queremos proveer una plataforma donde no solo sea la cosa más normal del mundo cuestionar la estructura del poder, sino que no implique un gran costo de tiempo, que sea fácil, divertido. Queremos construir ciudadanía latinoamericana que vaya a la propuesta, que desde nuestras realidades movamos los músculos más allá del período electoral y, sobre todo, queremos crear un espacio seguro y activo para que niñas y mujeres canalicen sus inquietudes.

¿Hay un enfoque intencionado hacia las mujeres en esta nueva etapa?

Es que ya nos toca. Estamos en 2018 y la mayoría de los espacios están diseñados y dominados por hombres. Un dato brutal es el poco tiempo libre que tenemos las mujeres en Latinoamérica. Tenemos más o menos un cuarto del tiempo libre que los hombres tienen. Entonces, quizás necesitamos diseñar mecanismos de participación que no sean tan demandantes con el tiempo y que estén más cercanos a ellas. Queremos mayor participación de las mujeres en política también. En Brasil desarrollamos una plataforma que se llama Me Representa, que eleva y da visibilidad a las nuevas candidatas en política y a las nuevas minorías.

Leí en su página web que se declaran feministas.

Todos. Tenemos un protocolo de género, tenemos paridad salarial, tenemos posnatal equitativo para hombres y mujeres porque consideramos que es una tarea compartida y no vacaciones. Tenemos lenguaje no sexista. Nada extraordinario, en realidad, es lo mínimo para una organización de este siglo.

Del romanticismo digital a la era del consumo

A pesar de estar ubicada físicamente en Chile, Renata Ávila sigue ligada a sus causas personales y colabora con muchas instituciones. Tiene una columna en un diario español donde habla de la intersección entre ciudadanía y tecnología, tema que la apasiona y que también aborda en su libro, próximo a publicarse, Colonialismo digital. "Aún tenemos una mentalidad muy sigloveintista -explica-. Estamos trabados en el romanticismo de 1968, y es 2018. Necesitamos urgente un nuevo pacto social". Para explicar la problemática divide la historia desde el nacimiento de la web hasta nuestros días en tres etapas: "La primera fue bastante romántica, cuando surge Wikipedia y las compañías grandes de Silicon Valley: Facebook, Google y demás. Creíamos que las tecnologías iban a solucionar los problemas de la democracia, distribuyendo la decisión y la voz en las personas. Muchos de los que tuvimos acceso a esto a fines de los noventa pensábamos que era una redistribución real del poder, horizontal. Hubo muchas iniciativas ciudadanas, pero no nos dimos cuenta de que éramos muy pocas personas: en la primera década de este siglo menos del 20% estaba conectado a internet, y en nuestros países era mucho menor. Luego vienen fenómenos que sacuden profundamente nuestras estructuras: Primavera árabe, Wikileaks, por ejemplo, y estos marcan la transición a la segunda etapa. Empiezan movilizaciones masivas a medida que aumenta el acceso a la tecnología, pero también pasamos de una internet de creadores a una de consumo. Y hoy estamos en un momento crucial: los gobiernos ven esta redistribución de poder como una amenaza y se comienza a monitorear y vigilar más. Por primera vez 50% del mundo está conectado a internet y por primera vez la ciudadanía empieza a abrir los ojos del impacto y el poder que tiene la tecnología en la democracia. Interactuamos con el teléfono cerca de 2.500 veces al día. Es un instrumento de predictibilidad no solo del individuo sino que de colectivos, y si no establecemos suficientes salvaguardas a la democracia, vamos a llegar a un momento en que un grupito de compañías va a tener absoluto control de lo que consumimos, qué elegimos, por quién votamos".

Qué siniestro. Suena al Gran Hermano creado por George Orwell en 1984 pero peor, porque el poder y el control en este caso son con fines de lucro.

Es bastante siniestro. Hemos entregado ciegamente muchísimo poder a un grupo de compañías sobre las cuales tenemos muy poco control. Facebook, Google, Alibaba, Amazon…

¿Qué podemos hacer frente a estos gigantes?

Nuestros gobiernos en colaboración con la empresa privada pequeña tienen que entrar ahí. En lugar de Uber dominando el mercado global de los taxis deberían aparecer iniciativas locales. ¿Por qué no hay una plataforma chilena en la que los datos del tráfico vehicular se queden acá? No somos antitecnología, pero creemos que parte clave de la soberanía tecnológica es el flujo y control de los datos. Tener mejores datos del colectivo permite mejores soluciones públicas. Por ejemplo, los datos del transporte público son un recurso buenísimo para una municipalidad en temas de tráfico o para una empresa local en sus rutas logísticas. Es un recurso que vale muchísimo más que la plata. El problema es que las plataformas tienen esos datos solo para sí mismas. Un buen ejemplo es lo que están haciendo en Barcelona, donde crearon un equivalente de Airbnb, pero municipal. Pagan impuestos localmente y los datos de ocupación urbana, turismo y movilidad se los queda la municipalidad y los comparte con toda la industria. ¿Por qué estamos dejando que estas plataformas tomen el control de todo y se hagan más ricas, porque no solo se alimentan de lo que les pagamos sino también de los datos que capturan?

Entonces, no estás a favor de las economías colaborativas.

Es que son completamente rapaces. Y Latinoamérica no está ahí. Lo mejor que le puede pasar a una start-up chilena es que se la coma Google o Facebook, y eso a largo plazo (salvo dos o tres emprendedores que se van a hacer ricos) no genera industrias que den trabajo ni tributen acá. Entonces hay que ser más imaginativos, hacer más consorcios para generar tecnología de interés público, para desarrollar tecnología municipal. El Gobierno está en una posición privilegiada para lograr que sus proveedores sean locales en este tipo de cuestiones, y no es nacionalismo, es simplemente entender que es riqueza e inteligencia que se van.

Con la llegada de Donald Trump se ha producido una regresión en temas de democratización de la red. ¿De qué manera ese cambio le afecta al resto del mundo en términos de tecnologías digitales?

Hay un efecto ola. Estamos en un momento complejo para la democracia. La mayoría de las telefónicas, que son distribuidoras de contenido, están comprando a las productoras de contenido, y las fusiones de estos grandes grupos están haciendo que ahora tengamos los contenidos menos diversos de los últimos 25 años. Todo muy homogéneo y de poca calidad.

¿Qué hacemos con la posverdad?

Hay que atacar ese modelo económico de constante atención de los usuarios hacia el contenido basura generado a costo cero, pero no lo vamos a cambiar regulando el contenido mismo, porque eso es casi imposible. Creo que hay que hacer como esas campañas ambientales y de higiene que apuntan a la regulación de agentes más peligrosos. En este caso el agente más peligroso son las plataformas que distribuyen toda la información y que lucran con la máxima atención. Pero también la educación y el pensamiento crítico juegan un rol crucial. Está pendiente un cambio profundo en la educación. Se necesita educación cívica que enseñe cómo navegar en este nuevo mundo.

Muchos creen que buena parte de las fake news son cocinadas desde las altas esferas políticas y económicas. ¿Cuál es tu opinión?

Es un negocio muy lucrativo. No sé cómo será en Chile. Estudiamos el caso de México y Centroamérica, y allá generar contracampaña ya es un servicio facturado. Y no son solo bots en línea, son personas físicas en call centers. Por su diseño, las redes sociales ya son casi peleas callejeras, y desafortunadamente aquel que tiene más recursos prevalece. Cuestionar cómo las nuevas tecnologías pueden afectar la salud de la democracia es parte de nuestro trabajo. ¿Son actividades económicamente legitimas? Nada prohíbe hoy que alguien pueda trabajar en eso.

¿Deberíamos avanzar hacia leyes que limiten estas actividades?

Que limiten y que auditen. El problema que tenemos hoy es que protegimos tanto la empresa privada, con sus secretos, que están en una posición tan privilegiada que limita a una autoridad electoral o ética que pueda decir 'dime quién te paga por esto'.

¿Cómo protegemos nuestra privacidad?

Paradójicamente, la respuesta no va a venir de las legislaciones sino de la tecnología. Debemos exigir a las empresas de servicios mejores estándares de privacidad para nuestras comunicaciones. Que nadie pueda acceder a nuestros teléfonos. Privacidad por diseño. Así como pedimos vehículos seguros que tuvieran bolsas de aire, cinturón de seguridad, o cómo exigimos mejor calidad del aire, tenemos que pedir protección de nuestra privacidad. No es como en el pasado, en que el actor que más violaba la privacidad era el Gobierno, esta vez son las empresas que lucran con un entorno de privacidad débil. Es un gran reto porque en esta tercera etapa tu lámpara, tu refrigerador, tu reloj, son potenciales espías. Porque el internet de las cosas se perfecciona y alimenta con los datos que les entregas todo el tiempo. Entonces hay que exigir. El poder que tenemos como consumidores es grande. Hoy estamos definiendo cómo será el futuro, y puede que en 5 años ya sea tarde.