Cuando Rosa Campoalegre –quien ha dedicado su vida al estudio de las afrodescendencias, negritudes y la amplia gama de variables que se desprenden de la intersección entre raza y género– dice que vivimos en sistemas coloniales modernos, en el que existen otros tipos de esclavitudes, se refiere a un modelo que se sostiene hasta el día de hoy gracias al patriarcado y al racismo, y cuyos factores constitutivos son, entre otros, la raza y el género.

Un modelo, según profundiza, replicado y reforzado principalmente mediante la academia –quien se encarga de hacer un barrido epistémico de todo lo que se salga del molde eurocentrista– pero también a través de las dinámicas familiares y las instituciones. Espacios que reproducen de manera descriteriada el colonialismo del poder y del saber.

Esta situación –explica la doctora en sociología y posdoctora en ciencias sociales, infancias y juventudes– se puede revertir si articulamos una plataforma común, a nivel regional, que esté pensada en clave interseccional. Una plataforma en la que cada variable esté considerada. Pero esta es una tarea de todas y todos, cuenta. Y ha sido, históricamente, una tarea mayormente llevada a cabo por mujeres racializadas.

Por estos días, mientras recorre México, donde hace poco integró, junto a Rita Segato y Mara Viveros, un diálogo magistral sobre negritudes, racismos y resistencias en la novena conferencia de CLACSO –Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales–, reflexiona sobre la importancia del afrofeminismo; un proyecto de lucha histórico que ella misma define como ancestral, intergeneracional e interseccional. Pero, sobre todo, sobre la importancia de engendrar una acción a nivel regional antirracista y decolonial. Por eso mismo forma parte del grupo de trabajo Afrodescendencias y Propuestas Contrahegemónicas formulado por CLACSO, que a su vez impulsó en 2021 la creación de la Universidad de la Diáspora Africana, que ella misma preside.

“Hay toda una historia de subalternización e invisibilización de las ideas, por eso desde CLACSO hemos armado una colección de pensamiento silenciado y rescatamos ahí el trabajo de muchas y muchos intelectuales y profesores negros. Y es que no se puede pensar en la igualdad de género sin pensar en las desigualdades de raza. Al igual que Angela Davis, diría que en una sociedad racista no basta con no ser racista; hay que ser antirracista. Es decir, tener alguna agencia o militancia para detener ese crimen de lesa humanidad que hemos normalizado”, reflexiona.

La realidad latina nos convoca a modular un movimiento contra la desigualdad de género pero también contra el colonialismo. ¿Cómo lo hacemos para tener una agenda antirracista en países en los que lo institucional es mayormente eurocentrista?

Es importante considerar el desde dónde venimos. Género y raza siempre fueron y siguen siendo factores estructurantes de un sistema colonial moderno. Eso lo podemos cambiar siempre y cuando nos unamos bajo una plataforma común que dé cuenta de que las mujeres somos diversas y hay muchas variables que afectan nuestras experiencias de vida. Esa es la importancia de la interseccionalidad; entender que no existe solo una manera de ser mujer y que a esa condición se le suma la raza, la etnia, la edad, la clase, y mucho más. No hay que dejar fuera todas las opresiones y sobre todo hay que tener en cuenta la matriz de desigualdad de la región.

Por lo tanto hay que crear agendas que recopilen todas esas demandas, valorando las situaciones específicas. Y sobre esa base, crear una plataforma. Desde la realidad de mujeres afro y racializadas, nuestro camino siempre ha sido el tejido de puentes afrodiaspórico, pero esa es una tarea que hoy le corresponde a todas y todos. No podemos naturalizar las conductas racistas, y tampoco podemos seguir asociando a lo negro cualidades negativas. Eso ha dado paso a un gran miedo a las negritudes; vemos lo negro como un peligro, o como que no cumpliera con la norma. Y eso crea zonas de exclusión, no solo desde los imaginarios sociales sino que también de manera física; se delinean zonas para que no pasen las personas negras. Y esto es grave. Recordemos también que son los discursos de odio los que le dieron cabida al Ku Klux Klan en su minuto, y esos discursos nunca se han deslegitimado.

También recordemos que las pandemias son racializadas, feminizadas y femicidas, no solo porque somos nosotras las principales víctimas, sino porque hemos marcado la alternativa con ese tejido que hemos creado en los barrios, estando en la primera línea, ayudando y creando estrategias familiares que permitan afrontar la crisis. Es muy importante reconocer el papel de las mujeres como sostenedoras de vida, y sin embargo, nuestros derechos –laborales pero también de vivir una vida libre de violencia– retrocedieron en más de una década durante la pandemia. Ha sido una pérdida enorme de derechos, y ahí se develan las nuevas formas de esclavitud; el hecho que nos tengan en casa a solas con nuestros victimarios muchas veces, o que contemos con menos apoyo social. A eso hay que sumarle que hemos normalizado actos de racismo a diario, y este es un problema social y relacional. Un tema de principios, dignidad y ética.

Lo que se cuestiona hoy en día es un sistema capitalista, colonial y patriarcal. ¿La lucha es una sola?

La lucha es una sola porque vivimos en un mundo globalizado, por lo tanto los problemas se conectan y no es posible entender uno sin entender su interrelación con otro. Segundo, porque Latinoamérica sigue siendo la región más desigual y en la que el género, raza, territorio, migración, situación legal, y situación funcional, entre otras variables, influyen mucho en el posible desarrollo integral. Esas variables son muy marcadas acá y definen en qué condición va vivir esa persona. Por eso es clave entender la intersección. Yo, por ejemplo, soy mujer, negra, urbana, académica, adulta mayor y cubana. Esto es vital para la configuración de políticas públicas; no se puede abordar una única desigualdad.

En tercer lugar, es la misma lucha porque la fuerza política solo puede encontrarse en unidad, articulando acciones, programas y estrategias. Eso es lo que podría dar paso a una lucha emancipatoria y decolonial en Latinoamérica. Y esto lo digo no solo desde una perspectiva crítica, sino que propositiva.

¿Quiénes se hacen cargo?

Cuando digo todos me refiero al Estado, a la academia, a la sociedad civil y al mercado. Porque vivimos en un mundo en el que o nos salvamos todos, o no sobrevivimos. El Estado tiene un rol garante, pero la sociedad civil tiene que empujar, denunciar, exigir, proponer y generar nuevas alternativas.

Todo movimiento feminista se entiende en su contexto ¿Cómo se articuló el movimiento feminista en Cuba?

Cuba está en un proceso de cambio, en el que se está institucionalizando la agenda del movimiento. No hay un Ministerio de la Mujer; hay una organización que actúa a modo de ONG y que surgió en la revolución, que es la Federación de Mujeres Cubanas. Acaba de aprobarse el programa nacional para el adelanto de la mujer y estrategia integral para la prevención de la violencia, y eso es positivo porque es dar un paso institucional.

Pero a su vez, hay que entender que Cuba viene de un feminismo militante, que se consolidó en el proyecto revolucionario y que tiene una historia tremenda. Hay ciertas luchas que en la región se siguen dando y que en Cuba están resueltas hace décadas, como el aborto libre y seguro, que se aprobó en 1961. Aun así, la lucha no está exenta de cierta invisibilización de feminismos negros. Hoy hay más liderazgos afrofeministas, pero falta articulación entre los distintos feminismos y a su vez –y este es un fenómeno mundial– aun no nos libramos y no hemos deconstruido esa noción tan universal de lo que es ser mujer. Acá por ejemplo se ve porque decimos que somos cubanas y estamos en revolución, entonces eso da paso a la creencia errónea de que somos iguales. Eso crea lagunas y brechas muy grandes. Por lo mismo, hay que trabajar más en comprender las diversidades y las distintas formas de ser mujer.