Con mi pareja llevamos cinco años juntos. Durante ese tiempo soñamos muchas veces con tener hijos y aunque nos costó tomar la decisión, un día nos atrevimos a dar el paso. No fue tan fácil y rápido como pensamos, es más, después de un año intentando decidimos consultar con un especialista, pero justo en ese momento surgió una nueva oportunidad laboral en la empresa donde trabajo, así que finalmente nos relajamos con el tema de la paternidad. Yo tomé el nuevo cargo y seguimos con nuestra vida normal. Sin embargo, en un viaje laboral comencé con unos síntomas extraños. Sospeché que podía estar embarazada, pero nos había costado tanto que no podía creer que justo ahora resultara.

Llegué a Santiago la madrugada del 14 de febrero del año pasado. Estaba tan ansiosa que ese mismo día me hice el test y, para mi sorpresa, salió positivo. Era una noticia que busqué por mucho tiempo, pero en ese momento quedamos paralizados. El día más romántico del año supimos que seríamos padres.

Comenzaron a pasar las semanas, mi guata comenzó a crecer y llegó la pandemia. Se suspendieron todos mis viajes de trabajo, comenzamos a trabajar desde la casa y eso generó un espacio ideal para esperar a nuestro hijo; imaginamos y armamos su pieza, compramos su ropa e imaginamos los espacios que compartiríamos juntos. Pero todo cambió en la ecografía de las 22 semanas. Por primera vez escuchamos a alguien hablar de una hipoplasia del hueso nasal y la posibilidad de que algo no anduviera bien. Desde ahí en adelante, todo pasó muy rápido. Visitas a diversos doctores, recomendaciones de ecógrafos hasta que llegamos a uno que es especialista en embarazos de alto riesgo. Él nos confirmó el diagnóstico; nuestro hijo tenía Síndrome de Down.

Los días entre ambas ecografías fueron como en piloto automático. Lo que más me dijeron los doctores era que no buscara en Internet, pero es imposible no hacerlo y obviamente no ayudó mucho. En la siguiente visita al doctor revisaron todos los indicadores, ya que los niños que nacen con esta condición suelen venir con varios problemas de salud que implican muchas veces cirugías al momento de nacer o durante sus primeros años. En nuestro caso, todo se veía bien.

Aun así, no puedo mentir. Las primeras sensaciones no fueron de felicidad, sino que de miedo, rabia y angustia. Para nosotros era el primer contacto con alguna situación de discapacidad, porque personalmente nunca había conocido y menos interactuado con un niño con Síndrome de Down. Mi marido, por su parte, es muy estructurado y menos emocional, así que se enfocó en la búsqueda de información. De a poco fuimos poniéndole rostro a este diagnóstico y perdiendo el miedo. Vimos videos de adolescentes y adultos con esta condición, que contaban su historia y así nos dimos cuenta de que con el apoyo y estimulación adecuada, Alonso no tendría límites y podría llegar a caminar, hablar, estudiar y trabajar. Finalmente dependería de nosotros –como con cualquier hijo en realidad– apoyarlo para sacar su máximo potencial.

Tomamos contacto con fundaciones que se dedican a las terapias y tuvimos entrevistas con papás de niños con Síndrome de Down, que fue una de las cosas que más rescato de este proceso, porque hablar o leer de personas que pasaron por lo mismo que tú en algún momento, permite ver todo desde otro punto de vista, con sus vivencias y caminos recorridos. Cada una de ellas y ellos nos ayudó un montón a tomar fuerza para enfrentar esta nueva realidad.

El resto del embarazo siguió con altos y bajos, para las últimas semanas o días, no podía más de la ansiedad, necesitaba conocer al bebe que tanto había soñado y esperado, para el que nos habíamos preparado por meses. Sólo intentaba concentrarme en que todo saliera bien para por fin abrazarlo. Finalmente el 25 de septiembre y con 37 semanas de embarazo, el momento llegó. Alonso nació por cesárea y con algunas complicaciones propias de su condición, las que nos llevaron a pasar los primeros once días entre la UCI y la UTI. Fueron definitivamente los días más largos e intensos de mi vida, donde conocí lo que realmente significa el amor y el miedo. Verlo desde tan pequeño luchando por estar con nosotros y saber que dependía cien por ciento de él que permaneciera aquí, me hizo entender que haría todo lo que estuviera a mi alcance para cuidarlo, acompañarlo y ayudarlo a desarrollarse como persona.

Desde que lo pude ver por primera vez, entendí que mi tarea en este mundo es hacer más visible su condición y contar nuestra historia, para que cuando otras mamás se vieran enfrentadas a esta situación, no les fuera tan desconocido y no sufrieran de angustia, porque después de todo ¿qué tanto nos distancia un cromosoma de diferencia?

Tanny Aguilera tiene 31 años y es ingeniera comercial.