Veo vacas todos los días cuando voy a dejar a mi hijos al colegio. Son de un vecino, que en el portón de su casa tiene un cartel que dice: se vende leche, mantequilla y queso. No he comprado, porque, como crecí en el campo, recuerdo que cuando chica muchas veces tomé de esa leche fresca y la encontraba asquerosa, densa y con sabor a grasa. Como muchos niños, odiaba la leche hasta que un día descubrí la leche chocolatada en caja: una delicia reconstituida y sucedánea, que nada tenía que ver con lo que brotaba de la ubre.

Las vacas se mueven lento, les pesa el cuerpo y la carne. Son enormes, mansas y se dejan ultrajar sin más alegato que un mugido. No soy empresaria ni tampoco carnívora, pero veo el potencial de negocio que pude tener un animal así: puesto casi completamente a la parrilla o la olla, del pescuezo al osso buco, y con lo que sobre de la faena, hacer salchichas y embutidos. Leche para queso, manjar, yogurt y proteína para conservar lo que sea, hasta un pollo marinado o una marraqueta blandita. Visto así, una vaca es grito y plata. Y por eso son veneradas más que en la India, donde por lo menos nadie se las come.

En occidente a las vacas se les da todo: hectáreas amazónicas para su pastoreo, kilómetros de cultivos de soya para alimentarlas, agua más que para cualquier humano y atmósfera para sus gases, los que fuera de cualquier broma, son los que podrían llegar al 52% de emisión en 2050, si no bajamos su sobreproducción. Y es que la culpa no es de las vacas, pobres ellas que son condenadas a muerte desde que nacen. La culpa es de la demanda que aumenta sin parar, y que en Chile y en septiembre se dispara a un 9% más de consumo por persona. Antes nadie se comía la entraña y se regalaba en las carnicerías junto a los huesitos para los perros. Pero la alimentación cambió y actualmente se comen partes antes impensadas.

Recuerdo el menú de mi infancia ochentera: tortilla de acelga con arroz, porotos con riendas, garbanzos, guiso de verduras, lentejas, fritos de coliflor, papas rellenas. Mi casa era una casa como la de cualquier familia chilena numerosa, y la carne era una o dos veces por semana y cuando sobraba al otro día almorzábamos charquicán. Comíamos queso de vez en cuando, mantequilla, huevos y los niños también tomábamos leche: un vaso ni muy grande ni muy chico, como todo en los ochenta, que no daba para derroche. Pocas veces había yogurt, nunca vi una hamburguesa ni tampoco una salchicha y si habían eran para los completos de algún cumpleaños el fin de semana.

Actualmente hay mucho debate en torno a la alimentación. Hay estudios que dicen que no deberíamos tomar leche de vaca, hay otros que dicen que sí hasta cierta edad. Hay entusiastas detractores de la carne, hay eufóricos defensores de la carne y me huele que de su millonario negocio. A mí lo que me queda es albergarme en el sentido común y tratar de alimentarme variado y fresco. Observar cómo ha cambiado el menú y detenerme en las guaguas, que sabiendo lo que les espera nacen veganas y alérgicas a todo lo que huela a vaca, brotando ante el más mínimo desliz de la madre que la amamanta, la que luego de aprender a comer de nuevo tiene que privarse de toda la proteína de leche de vaca que le fue dada en abundancia sin siquiera saberlo (estaba en el puré instantáneo, en el kuchen de la once y en el pan con paté). Observar también cómo aumenta la obesidad en la población y la cantidad de comidas rápidas que hay circulando en motos que llevan hamburguesas dobles con queso a la velocidad del rayo. Sé que a nadie le gusta que le digan lo que debe o no echarse a la boca y que es mejor hablar de bolsas plásticas y de reciclaje para no molestar a nadie. Pero está claro, y a mí no hacen falta más estudios para darme cuenta dónde están las verdaderas vacas sagradas.

*todas las cifras citadas en estas columnas son publicadas por: FAO, ONU, MINSAL e INE.