El vino: tan fácil de amar, tan difícil de entender. O al menos así parece hoy en día, con esa intrincada y francófila barrera lingüística que pone de entrada, con sus bouquet y terroirs, sus taninos y sulfitos, los valles de aquí, las añadas de allá, la madera, el retrogusto y un sinfín de términos que muchas veces, más que invitar a disfrutar, solo nos hacen sentir más ignorantes frente a una copa.

“El vino se ha convertido en el último reducto del esnobismo culinario, en una secta con una jerga inextricable”, escribían hace poco en El Comidista, el sitio de cocina del diario español El País. Quizá no sea para tanto, pero sí que cuesta comprender y manejar esos conceptos que los sibaritas sueltan como si de la cultura más básica se tratara, una especie de requisito epistemológico esencial para poder gozar lo que se está bebiendo.

“El lenguaje sí puede ser un problema”, dice Carla Urrunaga, catadora y educadora en vinos, conocida en el rubro como Chez Carlita. “Pero el vino es un alimento bastante complejo, y estos términos existen y se usan para poder describirlo bien”. Aunque el objetivo es comunicar mejor el producto y la experiencia, a muchos les termina enredando la vida. “Con tanta información, a la gente se le hace complicado y prefiere desentenderse”.

Pero, ¿se puede disfrutar de una copa de vino, a la temperatura ideal, maridada correctamente, sin tener que usar términos en francés ni mencionar las sensaciones en boca y nariz? Claro que sí. No se trata de despreciar estos conocimientos, pero no son requisito para el placer. Solo hace falta tener cierta idea de qué vinos le gustan a uno —tratar de recordar, aunque las copas bebidas no siempre lo permitan, cuál cepa o viña fue la última que tomamos con fruición— y manejar unas mínimas nociones respecto al maridaje y las variedades, para así elegir la botella que mejor se adapte a nuestras expectativas.

Un vino para cada ocasión

El primer consejo que da Carolina Leiva, catadora certificada y activa promotora del vino, es elegir según la instancia que vayamos a vivir.

“No es lo mismo escoger un vino para un asado, con muchas carnes y embutidos, que para un picoteo nocturno o un aperitivo playero”, dice. Hacer esa distinción es clave para tener una buena experiencia y que la comida y el vino —el famoso maridaje— se empujen el uno al otro.

De hecho, según Urrunaga, una de las mejores maneras de acercarse al vino y aprender sobre él es mediante las comidas. Junto a un plato o un buen bocadillo, “más que en plena fiesta o carrete”, sus propiedades y virtudes resaltan con más fuerza. ¿Cómo cuáles?

1. Asados

Una parrilla sin vinos es difícil de imaginar. Y aunque está bien instalada la idea de que los cabernet sauvignon son los ideales debido a su gran estructura y cuerpo, que ayudan a contrapesar la grasa, la sal y el fuerte sabor de las carnes, no es la única cepa capaz de destacar en un asado.

El carignan, por ejemplo, “tiene mucha potencia pero con un cuerpo ligero”, como lo describe Urrunaga, “ideal para acompañar cosas muy grasas, como prietas o chorizos”, además de carnes a la parrilla “como cerdo o cordero”, agrega Leiva. Es una cepa antigua, muy propia de los valles del Maule y el Biobío, con una acidez más marcada que el cabernet, lo que la transforma en una buena opción para sorprender y arriesgarse un poco más.

Lo mismo con el petit verdot, una cepa no tan masiva —se ocupa principalmente para aportar aroma y color a tintos como el cabernet sauvignon y el malbec— pero muy expresiva, que equilibra bien con las carnes rojas. Como la definió Lorenzo Pasquini, enólogo de Argentina, “el petit verdot es como los italianos en la mesa: siempre necesitas uno para que sume color, alegría y ruido. Dos es demasiado”.

2. Terrazas o aperitivos

Si el panorama es compartir una tarde posterior al trabajo o llegar con algo para empezar el almuerzo, “la idea es aparecer con un vino más fresco”, como recomienda Carolina Leiva. Si es un tinto, que sea ligero, “con cepas como País, cinsault, pinot noir o incluso la garnacha”, enumera Carla Urrunaga.

Que sean ligeros no quiere decir que sean aguados —”un error que comete mucha gente”, según Chez Carlita— sino que simplemente tienen menos cuerpo. Eso permite que se puedan servir más frescos, entre 12 y 14 grados, y que por lo tanto caen parados en un aperitivo.

El rosé es otra variedad para explorar en estas instancias, óptima para romper los hielos y comenzar a disfrutar. La ligereza de estos vinos, eso sí, no impide su maridaje: Leiva aconseja combinarlos según su color. Un rosé, por ejemplo, que es más rosado, viene bien con camarones de ese tono, salmón o atún, que son pescados más grasosos, o cortes finos como los carpaccios.

“Con una pizza también quedan súper bien”, apunta Urrunaga. “Como solo el 20% de los chilenos toma vino blanco, estos tintos pueden jugar como comodín y reemplazar a un espumante o un blanco. Son versátiles, puedes pasar directo del aperitivo hasta el postre con ellos”.

Una buena estrategia es maridar según color: vinos blancos para carnes o comidas claras; tintos para las más oscuras.

Si se quiere ser parte de ese veinte por ciento y explorar los blancos, una buena idea es hacerlo con los chardonnay, que no tienen una acidez tan marcada, “son más suntuosos, más cremosos, con más cuerpo”, los describe la catadora. “Si hay un vino que va bien con todos los quesos, ese es el chardonnay”, dice, y Leiva agrega a la lista “mariscos como machas a la parmesana, pescados a la mantequilla o carnes blancas”.

3. Almuerzos o cenas

Si la invitación es a comer y hay que llevar un vino, entonces siempre hay que preguntar qué es lo que habrá en el plato. “Si hay ceviche, pescado a la plancha o alguna preparación más ácida, por ejemplo, la cepa que encajará mejor será el sauvignon blanc”, dice Carolina Leiva.

Este es un vino blanco con “una acidez nerviosa marcada, que enjuaga la boca y que funciona como un puente hacia preparaciones de ese tipo, como ensaladas frescas”, añade Urrunaga.

Si la cena, en cambio, se trata de una lasaña, un guiso de legumbres, una carne a la olla o alguna preparación tradicional como un pastel de choclo o un charquicán, conviene llegar con un tinto intermedio, idealmente el carmenere, pero también puede ser syrah o malbec. “Son vinos más redondos y golosos, sin acidez ni taninos tan marcados”, según Chez Carlita.

¿Qué hay del merlot? Si la idea es tener un momento memorable, Leiva sugiere evitarlo. “No le tengo mucho cariño”, dice. “Es un vino fome, con poco carácter, como el amigo que va a todas pero del que nadie se acuerda”. Puede ser útil como vino de entrada, o como opción para quienes no acostumbran a beberlo.

Más que caro, con denominación de origen

En vez de gastar mucha plata en una sola botella, las dos expertas recomiendan invertir tiempo en buscar una con denominación de origen (DO). “Así, te vas a la segura de que las uvas usadas en ella fueron plantadas en un lugar especial, determinado y certificado, lo que te da más garantías de su calidad”, explica Leiva.

Las DO en Chile se refieren a los valles donde se ubican las viñas, y que van desde Copiapó en el norte hasta Osorno en el sur, aunque las principales están entre Casablanca y Biobío. Hay que tener ojo, advierte Leiva, cuando las botellas dicen simplemente Valle Central: “eso puede ser una mezcla de lo que botó la ola desde Aconcagua hasta el Maule”, dice.

Urrunaga también sugiere siempre escoger vinos con DO, “independiente de cuál sea”. Así no solo se obtendrá un producto más consistente —que se elaboró en suelos y climas específicos— sino que es más posible saber cuáles son nuestros propios gustos e inclinaciones. “En cada DO hay un patrón, una especie de hilo conductor” explica la catadora. Por lo tanto, si nos gustó cierto vino País del Itata pero en una siguiente ocasión no lo podemos encontrar a la venta, es probable que de otra viña con la misma DO podamos obtener un producto con un perfil similar.

¿Reserva o gran reserva? Para Carolina Leiva, con esta última categoría nos iremos siempre a la segura. “De ahí para arriba todo es bueno, independiente de la viña”, dice. Aunque no se trata de un nivel estandarizado —a diferencia de otros países, como España, en Chile no hay un parámetro normativo que indique cuándo un vino es gran reserva o no—, según Urrunaga sí funciona para distinguir las gamas de una misma viña.

“Los gran reserva suelen tener más cuerpo y estructura”, explica. “Pero si yo comparo una viña con otra, puedo encontrar en una un vino reserva de mayor calidad que un gran reserva de otra”.

Independiente de eso, lo más importante para ella es tener claro “para qué compras el vino, en qué lo vas a usar”. Sabiendo eso e investigando un poquito, no será necesario —a menos que alguien quiera transformarse en un connoisseur— manejar conceptos geológicos ni estudiar francés para beber con gusto una copa de vino.