La primera vez que canté en la calle fue en un bar de Bellavista, de noche, hace diez años. Fue una canción de Madonna. Antes de empezar, me puse a llorar de la vergüenza. Entré en pánico y lo único que pude hacer fue mirar a la amiga que me acompañaba. Era una sensación horrible. Lo único que pensaba era que mi papá se revolcaría en su tumba si me viera recorriendo calles y cantando afuera de bares y restoranes para sobrevivir. Esa noche me lamenté de haber terminado así. Y lo seguí sintiendo durante mucho tiempo.

Después empecé con las interpretaciones. Desde entonces salgo a la calle con un parlante gigante, un micrófono y un disfraz que imita el look de las cantantes de los 60, 70 y 80. Lo hago aunque sé que en Chile no hay mucho respeto ni mucha cultura respecto a esta labor. Algunas personas son muy desagradables cuando paso pidiendo dinero por el show que hago. Al principio yo me ponía a llorar.

Crecí en Maipú. Soy la menor de tres hermanos. Los dos mayores son ingenieros; yo soy la diferente. Mi sueño era ser bailarina profesional, pero no tuve muchas posibilidades de hacerlo. En el colegio hice talleres de canto hasta que a los 12 años tuve un quiebre muy triste: perdí la voz. Empecé a cambiarla por alteración hormonal. Me deprimí tan ferozmente que mi mamá decidió potenciar en mí la danza: me metió a estudiar tap en la academia de Karen Connolly. Estuve ahí hasta los 17, cuando las hormonas nuevamente me jugaron una mala pasada y me puse gorda y pechugona, en una época en que a las bailarinas les exigían ser famélicas. Tuve depresión y bulimia.

Resignada, entré a estudié Artes Escénicas en el Uniacc. Era una carrera que existía en los 90 y que abarcaba desde cómo conducir un programa de televisión hasta actuar. Iba todo bien hasta que decidieron cerrar la carrera y pasó a ser un ramo en Teatro. Me alcancé a titular, pero mi título ya no valía nada. ¡Otro quiebre más!

Di clases de piano, pero no me alcanzaba con para vivir. Entonces empecé a cantar en pubs en Ñuñoa, en el barrio Suecia, en Maipú, en Las Condes. A veces hacía dos pubs por noche para ganar mi plata. En ese tiempo aún no me disfrazaba. Luego se pusieron de moda los karaokes y quedé otra vez sin pega. Un día, buscando, fui a un local que era de Juan Antonio Labra; sabía que necesitaban un cantante para guiar el karaoke. Me hicieron una prueba y no quedé: me dijeron que no tenía la chispa que necesita un animador. Me preguntaron si había pensado ser doble de alguien. Y no, nunca lo había pensado. Pero empecé a hacerlo.

El primer personaje con el que salí a las calles fue Madonna, luego vino Diana Ross, Donna Summer, Deborah Harry y así fui sumando. Me fui animando a bailar más; incorporé a Janet Jackson. Para actualizarme, también a Amy Winehouse.

Entre medio, fui parte de un góspel con el que terminé viajando a Nueva York. Hice un show allá que me sirvió para ver cómo era la movida artística y cómo funcionaba la gente. Si un tipo cantaba en la calle lo hacía vestido como si estuviera en el mejor escenario. Pensé que ésa es la diferencia entre pedir limosna y ganarse un sueldo, entre hacer algo que no te gusta para sobrevivir y hacerse un lugar de trabajo.

En este camino me han dicho que estoy gorda o que ya estoy vieja porque tengo 46 años. Pero no me he resignado por eso. También me han pasado cosas feas en la calle. Incluso personas me han ofrecido plata para otros "servicios". Me da lata, porque yo no soy invasiva, no hago más que hacer un show que en Nueva York es absolutamente profesional. Pero también me han pasado cosas bonitas. Una vez un gringo quería que le cantara todo el show y me pasó 20 mil pesos aunque yo solo tenía cinco canciones. Hay gente que me felicita.

Gracias a cantar en la calle hoy puedo pagarme los estudios de danza moderna en la academia de Karen Connolly. Para ingresar di una prueba muy compleja y pregunté la edad límite para volver a estudiar. Me dijeron que no había límites en tanto mi organismo estuviera bien. Di la audición y quedé. Me hacen clases profesores mucho más jóvenes que yo, pero aunque el ego duele al principio, me he dado cuenta de que aquí no importa la edad, sino la experiencia que pueden entregarme.

Todos los días pienso si me va a alcanzar para pagar la carrera a fin de mes. Para lograrlo, todos los días hago la ruta Providencia, Ñuñoa, Plaza Brasil. Estoy entre nueve de la noche y tres de la mañana. Luego llego mi casa y me despierto a las seis. Pero está bien, porque es lo que elegí. Estudiar, para no cantar más en la calle.

Sé que tengo 46 años y que no voy a poder ir a bailar Giselle al Municipal. Sé que no me van a dar trabajo como bailarina, pero sí puedo proyectarme como una buena maestra. Con toda la experiencia de vida que he tenido podría ser la mejor maestra; o una increíble coreógrafa porque soy muy creativa.

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