Según Cody Delistraty, cada cultura o generación tiene las drogas que se merece. Los estupefacientes elegidos hablan de lo deseado y padecido en cada época. Los barbitúricos eran propios de la vida aburrida de los suburbios en los 50; los alucinógenos servían al ideal de exploración espiritual en los 60; el punk tuvo la heroína; los yuppies, en la era Reagan-Thatcher, trajeron de vuelta la cocaína; la caída del muro, la música electrónica y las drogas de diseño; y este siglo creó algo así como las drogas domésticas, las que se toman no sólo para recrearse, sino que se toman siempre: para despertar, para dormir, para no sentir, para sentirse uno mismo. En los últimos años, los tranquilizantes se han vuelto el fetiche de los más jóvenes.

La BBC publicó en 2018 un artículo advirtiendo sobre la moda de las fiestas con "Xanax" (Alprazolam), práctica de la que además alardean conocidos influencers por Instagram. Juego que le costó caro al rapero Lil Peep, quien murió de una sobredosis de este ansiolítico combinado con analgésicos. En España, luego del tabaco y alcohol, son la tercera droga más consumida. Y en Chile, este año el Senda alertó sobre el aumento del consumo de tranquilizantes en escolares, triplicando el de la cocaína.

¿Por qué tranquilizantes?

Como la protagonista de Euphoria -la polémica serie de HBO-, quien se hace adicta a la sensación de "calma", muchos no pueden encontrarla más que químicamente, en un mundo que parece ofrecerles todo, pero al mismo tiempo no les dice nada; no hay resonancias, antes parece haber un exceso que es vivido como algo parecido a un bombardeo y una carnicería. Tanto que no se alcanza a digerir, se traga entonces crudo.

Para The Economist, los nacidos desde 1997 son la generación más estresada, deprimida y obsesiva con la autoobservación de la historia. Si cada generación hereda las virtudes y los miedos de la anterior, ésta no carga con los temores que tuvimos quienes fuimos adolescentes en los 90, al embarazo precoz, al alcoholismo, asuntos que seguramente eran las ansiedades de nuestros padres. La llamada generación Z, según dicen, es menos hedonista que las anteriores, y es que a sus padres se les ocurrió que tenían una misión, que vendrían a arreglar todo el desastre, pequeños héroes del fin del mundo, las Gretas Thumberg. Les dijeron que eran el futuro, preparados para ser más libres, y poder cambiarlo todo, que todo se podía. Pero no calculamos en esos discursos que para quienes nacimos en el siglo XX todo nunca es todo, entendemos que la palabra todo no puede ser más que una metáfora, y que precisamente cuando se nos olvidó que límite y deseo son dos cosas que van de la mano caímos en la desmesura, por ejemplo, en las lógicas de guerra, que creen en el todo de manera literal.

El mundo del capitalismo digital es, por el contrario, infinito: no se tiene un grupo de amigos, o enemigos, se tienen millones; no hay garantías de que las elecciones profesionales de hoy sirvan para mañana; no se compite para ser el mejor en un ámbito conocido, sino que para ser exitoso se debe extremar algún límite para volverse únicos; si nosotros teníamos que rebelarnos de nuestros padres, ellos deben hacerse cargo de ese regalo tramposo de unos padres que les dijeron "has lo que quieras, tú puedes". Cargando toda la responsabilidad de la existencia a la cuenta del Yo, siempre frágil, más aún en la juventud.

El Yo es la enfermedad del siglo XXI y la ansiedad su síntoma. La ficción de que la voluntad del Yo no tiene límite, de que todo podría ser controlable, deconstruible y reconstruible a imagen y semejanza del ideal, es la carne de la ansiedad, que no es sino la expresión de la inquietud frente a lo contingente: a lo que no se sabe, no se puede, a lo que hace esperar.

No hay libertad sin límite, escribió Simone Weil. El opio del pueblo no es la religión, dijo, sino las esperanzas revolucionarias de una liberación final de la desdicha. La contracara de los opios es la política, que no es más -ni menos- que ponerle cercas a la desdicha.