Fotografía tomada el 7 de noviembre.

Cuando Berline Coimin (38) los vio llegar a la parroquia Santa Cruz de Estación Central, sintió el pecho apretado. Un grupo de 52 haitianos que, como ella, habían migrado a Chile buscando mejores oportunidades, la esperaban con maletas. Un avión de la FACh -el primero de tres que el Plan de Retorno Humanitario del gobierno ha facilitado hasta la fecha- acababa de partir. Era 7 de noviembre y este grupo se había quedado abajo.

"Un falso mensaje que llegó a su celular les hizo pensar que bastaba con eso para embarcar", cuenta Berline. Muchos venían de regiones, y habían dejado allá casa y trabajo. Sólo al llegar a Santiago se dieron cuenta que no estaban en ningún registro.

A Berline, secretaria de la parroquia desde 2015, le tocó abrirles la puerta y acogerlos en la iglesia. De no ser por este rol que desempeña ahora, dice ella, también habría estado en la fila de espera. Como los 52, probablemente habría llegado a pedir auxilio a la iglesia.

"Cuando los vi sentí mucha cosa encontrada. El viaje tiene un lado positivo, pero también es una deportación. El haitiano que retorna no es porque lo eligió libremente, es porque no le quedó otra. Ellos están volviendo con nada", señala.

Berline llegó a Chile el 2013 y antes de ser el puente entre el párroco de la iglesia y la comunidad haitiana, tampoco le encontraba sentido a estar aquí. Buscando sobrevivir, trabajó en un restorán pero terminó renunciando. Luego se fue a una algodonería donde le prometieron un contrato indefinido, pero éste nunca llegó. "Todo era muy difícil. Como ellos, estuve a punto de perder la fe, hasta que me ofrecieron ser secretaria y me puse a estudiar Trabajo Social en la Universidad Alberto Hurtado", dice.

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A los 52 haitianos que fueron enviados por la Municipalidad de Estación Central a la parroquia se sumaron otros que el Servicio Jesuita Migrante tuvo que acomodar.

-Berline, vamos a cocinarles con sazón haitiana -le dijo el párroco Pedro Labrín el día en que, con un grupo de voluntarios, instalaron camarotes para recibir al menos a los 52.

Al principio, cuenta Berline, sus compatriotas estaban felices, pero luego que se dieron cuenta que allí no tenían información de su regreso, se desesperaron.

-Hicieron huelga de hambre, estaban furiosos -recuerda Berline sobre un proceso que duró hasta el 27 de noviembre, cuando los acomodaron en un segundo avión de la FACh.

Antes de eso, con los días, Berline se fue ganando sus confianzas. Y hablando en su idioma, los contuvo: "La mayoría eran jóvenes que se quejaban porque no encontraron trabajo. Y otros, si bien tuvieron empleo, recibían un sueldo que apenas les alcanzaba. Cuando un haitiano migra lo que quiere es también ayudar a sus familias y enviar dinero. Ser pobre no significa que tengo la mente pobre".

Berline dice que el choque cultural es grande. Que el haitiano -por venir de un clima caribeño- hace su vida en el exterior y que, cuando tiene que reducir todo su mundo a una pieza, se siente atrapado. "Un haitiano me decía que no tenía días de descanso para andar bonito porque en Chile era todo trabajo. Y que el patrón lo llamaba hasta los domingos para que fuera a sacar la caca de caballo y ni le pagaban las horas extra", agrega. "Ustedes tienen una vida muy rápida, gastan más de lo que ganan y aunque tienen plata, no viven realmente".

El 26 de noviembre, y ad portas de tomar el segundo vuelo de retorno, en la parroquia se hizo una fiesta de despedida. Bailando konpa y con las maletas listas, los 52 haitianos se tomaron fotos con los voluntarios y sonrieron felices. Berline miró la escena y respiró profundo.

-Ojalá nos trataran así siempre -dice que pensó mientras les decía adiós.