El señor Filmini cumple 100

Monumento del cine del siglo pasado y epítome de una visualidad abigarrada, Fellini es para muchos la clave del cine moderno.


Recién regresado a Chile, a comienzos del año 90, quien escribe ejercía su profesión filmando un documental en la población La Bandera. En un momento de espontaneidad un grupo de niños se acercó a la camioneta de la producción e improvisó el juego de "filmar la película". Uno de ellos empezó a dar instrucciones a los otros: "Ustedes hacen de pacos y le pegan a estos otros y ustedes arrancan. La película se llama El allanamiento". Todos estuvieron de acuerdo, pero uno dijo que no quería hacer de paco, los amigos le dijeron que le reclamara al director de la película y el niño levantó la voz: "¡Oye Fellini, quiero hacer otro papel yo!".

Así de universalmente conocido era el nombre del cineasta: el sinónimo de su oficio.

Treinta años después estamos en otro siglo, todo ha cambiado, también el cine y sus plataformas de exhibición. Esos niños ya no juegan, o quizás lo hacen encapuchados. El nombre de Federico Fellini (1920-1993) ha vuelto bajo los portales sombreados de la gran cultura y los referentes populares deben más, como el propio Fellini predijo, a la televisión que al cine.

Nacido en Rímini, en la costa adriática de Italia, FeFé, como le llamaban algunos de sus amigos de juventud, se trasladó a Roma y escribiendo libretos radiales conoció a una de las actrices que debían interpretarlos, Giulietta Masina (1921-1994). Nunca más se separarían desde aquel 1943 en que se casaron. Su primer guión para el cine sería el de Roma, ciudad abierta (1945), piedra basal del neorrealismo, que dirigiría Roberto Rossellini y que significaría un éxito internacional que tanto ayudaría al desarrollo posterior del cine italiano.

Recién con el cambio de década le llega a FF la oportunidad de dirigir. Su primera obra maestra será la cuarta de sus películas: La strada, (1954) una triste historia para la que logró convencer a Anthony Quinn, ya famoso por haber ganado el Oscar, de ser su protagonista, Zampanó. Giulietta Masina haría de Gelsomina, una creación inolvidable, una suerte de clown limítrofe que es vendida por su familia para poder comer. Aquí el neorrealismo iniciaría su retirada y lo real-maravilloso sería el nuevo envoltorio del mundo del cineasta. La música de Nino Rota terminaría por dar el toque maestro para el triunfo internacional.

Con el Oscar a la mejor película extranjera en mano, las dificultades productivas se allanan y Las noches de Cabiria (1957) repite el éxito y el premio. Aquí Giulietta perfecciona sus virtudes interpretativas haciendo una prostituta romana cuya vitalidad reemplaza sus discretos atributos físicos. El cine de Fellini parece alimentado por una fe de auténtica matriz cristiana, que nunca se vuelve declaración religiosa, ni prédica moralista. Lo suyo es la poética de unas emociones esenciales y vitalistas que iluminan la pobreza persistente de los humildes.

¿Y los ricos? ¿También lloran? No mucho en verdad. Roma, la Eterna, es la Ciudad de la farándula de aquel entonces. El fin de las restricciones de la posguerra desata los apetitos de la nueva burguesía. FF la observa desde su posición de provinciano seducido. Conoce a Marcello Mastroianni, también provinciano y emprenden juntos una aventura segmentada en siete partes que causa dificultades a guionistas y a sus sucesivos productores. La película se llamará La dolce vita. Estrenada hace exactos 60 años causaría sensación y escándalo como pocas veces en la historia del cine. Obispos y cardenales lanzarían sus anatemas gracias a lo cual la película obtuvo un éxito sin precedentes en todo el mundo. FF, con su indignación moral y su batería de recursos visuales, alcanzó así la cumbre de la celebridad transformándose en monumento viviente de la ciudad.

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La dolce vita

(1960).[/caption]

Por aquel entonces apareció el uso del adjetivo felliniano y con él la principal insidia para el propio cineasta, la de comenzar a parecerse demasiado a su fama.

"A causa que muchas de mis ideas me vienen en sueños durante la noche, sin saber cómo llegan, mis fuerzas creativas dependían de algo sobre lo que no tenía control". FF decide filmar su propio problema de incertidumbre. El nuevo guión resulta ser aun más complicado que el anterior, todo aparece mezclado por una lógica onírica de asociaciones libres y de recuerdos posibles, pero no necesariamente verídicos. Ocho y medio (1963) sería deslumbrante desde el momento de su estreno. La continuidad entre los distintos tiempos del relato y la mezcla entre sueños, deseos y recuerdos era inédita en el cine. El tercer Oscar fue el corolario de un éxito completo. Hoy es difícil que la película no aparezca en los primeros lugares de las listas de las mejores de la historia del cine.

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Ocho y medio (1963).[/caption]

Volver a los orígenes

Nadie podía mantenerse en la cumbre después de cuatro logros de tal envergadura. Quizás por eso intentó volver al calor seguro del hogar que le ofrecía su esposa y preparó para ella Julieta de los espíritus (1965), una exploración del mundo burgués de una esposa engañada. El uso atrevido del color y el recargado carrusel de la puesta en escena eran los atractivos de una película más bien pesada y carente de auténticas emociones.

Con otra participación en una película a episodios FF completa su décima obra, Toby Dammit (1968), un magnífico cuento de terror remotamente inspirado en Edgar Allan Poe y también compuesto por otros dos episodios dirigidos por Vadim y Malle bajo el nombre de Historias extraordinarias.

Vuelto a las andadas de creerse su propia fama tropieza con Satyricon (1970), exploración de una Roma enfrascada a sobrevivir a Nerón y que supuestamente debiera ser metáfora del decadentismo moderno. La publicitada película resultó discutible y no rindió frutos económicos, tampoco Fellini Roma (1972), un falso documental sobre la ciudad amada, que posee un momento mágico con la breve aparición de la gran actriz Anna Magnani, la última que haría.

Diez años después de Ocho y medio FF vuelve a sus orígenes. Reconstruyendo Rímini en estudio y escarbando en sus hipotéticos recuerdos ("La memoria no es exacta. Descubrí que la vida que he contado a los otros se ha vuelto más real para mí que la vida que realmente viví") y con su equipo de siempre, emprende la realización de Amarcord que le reverdecerá los mustios laureles. Una adolescencia provinciana bajo el fascismo, con una galería de personajes entrañablemente dibujados y una serie de situaciones más poéticas que surrealistas y más idealizadas por el tiempo que moldeadas por una conciente voluntad expresiva. Es decir, una vuelta al realismo mágico de La strada. El éxito es indiscutible. Un cuarto Oscar devuelve la confianza al cineasta y a los productores que vuelven a rondarlo. Se dice que García Márquez habría dicho: "¡Por qué no habré escrito yo ese guión!".

"Y la nave va…" (1983) fue una producción ambiciosa de rumbo incierto. Habiendo tenido la oportunidad de participar como extra en una de sus escenas, fue interesante constatar las dimensiones reales del director en el set. La leyenda que lo rodeaba sobre su carácter irascible y sus modos despóticos eran completamente reales, pero al mismo tiempo había una afable preocupación por los intérpretes y una cercanía afectuosa con los técnicos: algunos eran sus colaboradores desde sus inicios. Al dirigir era casi imposible no saber donde estaba a cada instante, su voz amplificada por un megáfono y su contundente presencia invadían el set como un Júpiter olímpico. Todo lo contrario de Tarkowski, cuyo silencio y discreción lo hacían prácticamente invisible.

Vendrían después Ginger y Fred (1986), sátira de la televisión que ya se había vuelto más felliniana que una película de Fellini, y Entrevista (1987), un homenaje a sus amados estudios de Cinecittá. En un momento FF encuentra a Mastroianni filmando un comercial y juntos parten a las afueras de la ciudad a encontrarse con la ya madura Anita Ekberg, juntos asisten melancólicos a la proyección de la famosa escena del baile de La dolce vita. Ese es el momento más emotivo del último período de un cineasta ya adicto a las citas de sí mismo. Después vino La voz de la luna, verdadera constatación del grito de una de las periodistas que aparecen en la escena final de Ocho y medio: "Él ya no tiene nada más que decir".

En 1993 la Academia de Hollywood le dio un nuevo Oscar a la carrera, el quinto que obtenía. Una adolescente le pidió un autógrafo llamándolo: "Signor Filmini", lo que a él le hizo mucha gracia. Meses después y al día siguiente de celebrar 50 años de matrimonio un derrame cerebral lo detuvo para siempre. Cinco meses después le seguiría Giulietta.

"El era un gran hombre y muy divertido, pero tenía un complejo de Capilla Sixtina", diría el inventivo escritor norteamericano Gore Vidal.

¿Herederos?

A pesar que el adjetivo felliniano sigue en uso y que ha sido ampliamente citado por cineastas de muy diversa índole, su influencia manifiesta posee un sólo gran discípulo asumido como tal: Paolo Sorrentino, cuya La gran belleza es una constante citación de La dolce vita y cuya serial El joven papa parece heredar situaciones, personajes y diseños del gran riminés.

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