El cosmopolitismo suena bien en teoría, ¿pero puede funcionar?

La tradición cosmopolita

La filósofa Martha Nussbaum, en su último libro, al parecer, cree que sí, pero otra filósofa, Ada Bronowski, tiene algunas dudas y así lo señaló en su comentario en la revista Prospect (sept., 2019) que reproducimos con su autorización.


En su más reciente contribución a su extenso trabajo sobre los valores humanos y cómo alcanzarlos, la filósofa Martha Nussbaum examina el cosmopolitismo, definido como describirse a sí mismo como un ser humano en primer término y un ciudadano nacional en segundo lugar. A través de un análisis de los textos desde la antigüedad y su recepción en los tiempos modernos, ella rastrea los principios rectores de una tradición que considera que tiene una preocupación primordial por la dignidad de los demás seres humanos, sin tener en consideración su raza, religión, estado o sexo.

El cosmopolitismo, afirma Nussbaum en La tradición cosmopolita. Un noble e imperfecto ideal (Paidós, 2020), tiene todos los ingredientes adecuados —respeto por los demás seres humanos, exigencias de justicia universal, aspiraciones al igualitarismo— pero el ideal es demasiado elevado. Su defecto es haber separado los valores morales de los medios para sustentarlos. Los valores encarnados por el cosmopolitismo cuestan dinero: la buena educación y la atención médica para todos son cosas loables, pero costosas. Si se separan los aspectos financieros de los imperativos morales, siempre se estará únicamente hablando, sin acciones.

Peor aún, el ideal se derrumba en contradicciones. Es imposible honrar el vínculo de la camaradería humana (con los extraños, con los esclavos o con las mujeres) sin pagar el precio de conseguir que cada persona tenga acceso a las mismas condiciones de salud, seguridad y educación.

Nussbaum ve las ideas de Adam Smith como el remedio —pero ¿tiene ella razón?—. La identificación que hace de la esencia del hombre como homo economicus pavimenta el camino para su solución: el “enfoque de las capacidades”, en el que para cada función humana (desde vivir saludablemente hasta expresar ideas y emociones) existe un deber recíproco de financiar su realización.

No está del todo claro para quién está escrito este libro: los historiadores de la filosofía fruncirán el ceño ante las simplificaciones excesivas, mientras que los especialistas en ética no encontrarán mucha carne fresca. Y en cuanto a los legisladores y aquellos a los que Nussbaum llama “personas reales”, la brecha entre el sueño y su realización aún mantiene al filósofo a una distancia planetaria de la realidad.

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