En Estados Unidos, las chicas y chicos que actualmente visten poleras de Nirvana con ese emoticón de ojos en cruz -un logo del siglo pasado contingente-, habitan un espectro muy distinto a la generación que en su momento se identificó con la obra de la banda, y fue testigo de la vida, pasión y muerte de Kurt Cobain, fallecido por mano propia un día como hoy, hace 30 años.

Quienes lucen el nombre del trío de Seattle en la ropa son identificados como miembros de la clase acomodada, según detalló en octubre pasado un artículo de Slant. La música de Nirvana les da un poco lo mismo y no les preocupa desconocer su cancionero. Ser acusados de poseros les tiene sin cuidado.

La Generación X puede maldecir al cielo como policía rudo al que le mataban al compañero en las películas: el héroe zurdo de la guitarra de canto sensible y desaforado, encarnación del ethos rockero reacio al orden corporativo, baluarte de la distorsión con instinto pop, pro minorías sexuales y orgulloso miembro de los impopulares en la etapa escolar, ahora es del gusto de esa casta que heredará el dominio del sistema. La clase de adolescente que jamás iba a aparecer en el video de Smell like teen spirit.

Parece contradictorio, pero de alguna forma refleja al artista nacido en Aberdeen el 20 de febrero de 1967, un carácter desbordado en paradojas y contradicciones entre la construcción de un personaje público desinteresado en la exposición y los contornos de la fama, y un artista que en privado cogía el teléfono llamando a sus representantes apenas sospechaba que sus videos no rotaban lo suficiente. Cobain ejemplifica la profecía autocumplida -desde niño deseó ser rockstar- que terminó de la peor manera con un historial familiar suicida, y sin las herramientas emocionales necesarias para lidiar con el estrellato.

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La portada de la Rolling Stone de abril de 1992 donde posa junto a Krist Novoselic y Dave Grohl con una polera que rezaba “las revistas corporativas todavía apestan”, resume una ambivalencia magistral; la expresión bien aprendida del manual rockstar clásico, un contestatario que apunta y dictamina, para luego marcharse en limusina a una residencia con habitaciones de sobra.

Nirvana y sus secuaces en el grunge -Pearl Jam, Soundgarden y Alice in Chains- relevaron al metal travesti y escarmenado, que llevaba demasiado tiempo como representante oficial del rock made in USA, con Mötley Crüe como banda sonora de toda la era Reagan. En ese escenario, Cobain era el candidato perfecto para el relevo. Su pesimismo encantador, la guitarra limpia/sucia robada a los Pixies, y la facilidad para elaborar estribillos power pop según el truco de Cheap Trick, entre otros detalles singulares, lo convirtieron en el símbolo de una generación musical que terminó con varios de sus protagonistas muertos, superados por la depresión y el abuso narcótico.

La irrupción del grunge con Nirvana a la cabeza fue la señal definitiva de que el rock se agotaba, a la manera de la aguja en un vinilo en los últimos surcos. Las bandas de Seattle miraban por el retrovisor hacia el rock duro de los 70, tal como el punk había buscado un salvavidas en la simpleza y energía sin florituras del rock & roll original. Nirvana destacó entre sus pares mediante un lenguaje musical más conciso y directo, mientras el carisma de Kurt Cobain incluía el humor y sarcasmo del que carecían Eddie Vedder, Chris Cornell y Layne Staley, mortalmente serios. Al otro lado del Atlántico, el britpop tampoco lo hacía mucho mejor en materia de originalidad.

El solo de Smell like teen spirit replicando sencillamente la melodía de los versos centrales, un hit instantáneo con características de robo a mano armada al clásico More than a feeling de Boston, mandó a la banca a toda la generación de acróbatas y onanistas de la guitarra, criados a la sombra de Eddie Van Halen.

El suicidio de Kurt Cobain a los 27 años, más allá del link con el infame club de estrellas muertas a la misma edad -Brian Jones, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Jim Morrison, y Amy Winehouse posteriormente-, significó un quiebre en una cultura de masas que había dominado al mundo por 40 años, traspasando la música hasta convertirse en una actitud de vida y una manera de comprender la existencia. Cuanto vino después en materia de rock y guitarras fue un descenso irremediable y lógico también, un ciclo que llegaba a su fin como cualquier otro.

Los periodistas suelen preguntar ante conmemoraciones como esta cuál es el legado, dónde se rastrea hoy la impronta. ¿Hay buenas bandas gracias a Nirvana? Absolutamente. Sin ir más lejos, los reputados Adelaida son hijos directos. Mucho más difícil saber si aquello que representaba Kurt Cobain -¿un rebelde bajo desazón?- tiene algún eco hoy en día, a pesar de los esfuerzos de Dave Grohl por emparentar a Billie Eilish con su ex compañero, como faro generacional.

En Kurt Cobain habitaba la fragilidad y la furia, el arrebato y la melodía dulce, una oscilación pasivo/agresiva destilada en un cancionero de rasgos imborrables.

Las reflexiones y respuestas sobre Nirvana y su líder están, finalmente, en la música. No solo los tres discos oficiales Bleach (1989), Nevermind (1991) y In Utero (1993) superan la prueba del tiempo como sólidas expresiones de rock visceral, sino el MTV Unplugged in New York (1994) -una prueba del abanico emotivo del líder-, y el magnífico recopilatorio de lados b y versiones Incesticide (1992), una demostración de su versatilidad como cantante de personalidades diversas, y guitarrista con estilo propio de generosos recursos.

Un amigo entrañable, cuyos gustos en la adolescencia enfilaban por el pop más desechable -como fan de Debbie Gibson padeció bullying a manos de los rockeros-, asegura hasta hoy que lo llamé llorando ante la muerte de Kurt Cobain. No recuerdo las lágrimas. Supongo que me consideraba demasiado duro e implacable para tal expresión, en la primera mitad de los 90. Sin embargo, recuerdo la desazón, la pena infinita, también la rabia. Algo llegaba a su fin, más allá de la propia vida del líder de Nirvana.

Era imposible saber en aquel entonces, los primeros días de abril de 1994, que ese escopetazo acabaría de paso con el rock como la expresión musical favorita de la juventud. El rap ingresaba como hueste invasora para relevar al formato guitarra, bajo y batería, la jubilación de aquella música que había revolucionado al mundo dando voz y protagonismo a los adolescentes por primera vez, a mediados de los 50. Kurt Cobain fue el último protagonista de aquella estirpe conectada a una pared de amplificación dispuesta a predicar un evangelio de angustias, deseos y tristezas, con decibeles a tope.

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