“Vamos a cumplir dos años desde que llegamos a vivir a un pasaje de doce casas pareadas de los años 50. Llegué ilusionada, porque cuando conocimos el lugar imaginé todo lo que los niños, acostumbrados a la vida de departamento, podrían hacer en el pequeño antejardín: tener un pedacito de pasto, una huerta, una pajarera.
También que podrían jugar con los vecinos de la edad. Pensé que su vida cambiaría. Y todo esto se hizo realidad. Pero jamás dimensioné la importancia que podía tener el pasaje; esa pequeña calle, que sus ojos de niño deben sentir kilométrica, ha cambiado completamente su vida.
Mis hijos tienen 3 y 7 años y desde que llegaron a vivir aquí, encontraron amigos entrañables (y yo también), con quienes se reúnen diariamente en ese espacio común. Hacen carreras en bicicleta, juegan a la pinta, a la escondida, al fútbol. Hacen clubes con las ramas recién podadas, pintan, comparten un jugo con galletas.
Siento que tienen esa vida en San Fernando de la que me hablan mis papás y abuelos con tanta nostalgia y que yo no tuve. Claro que ellos lo hacían en la calle, cuando, según ellos, la gente no era tan mala y había menos tráfico. Hoy, en cambio, vivimos persiguiendo a los niños con un profundo temor de que les vayan a hacer algo. “Dame la mano”, “Ten cuidado”, “No te alejes tanto mientras juegas en la plaza”, “No recibas nada de desconocidos”. Cuando salen a la calle se encuentran con un sin fin de advertencias y me pregunto el costo que tiene, porque es la realidad de la gran mayoría de los niños de nuestro país.
Por eso me emociona pensar que en el pasaje, aunque cerrado por un portón, los niños se pueden sentir un poco más libres. Obviamente hay ciertas normas, pero pueden jugar, compartir, inventar juegos, sin tantas restricciones ni miedos.
Soy consciente de que siempre pueden pasar cosas, pero el pasaje es para ellos la extensión de su casa. Y sus vecinos, un poco hermanos. Crecen juntos, se pelean, se acusan, juegan, ríen y conversan.
En este micro-mundo mis hijos comparten con niños de distintas edades, cada familia con su estilo de crianza, con normas y visiones muy diferentes de la vida. No todo es perfecto y obviamente hay roces, sobre todo entre los adultos (eso da para un libro, nunca es fácil convivir). Pero estoy convencida de que esta vida en comunidad los enriquece y es posible precisamente porque existe este preciado lugar común: su adorado pasaje.