Soy sobreviviente de abuso sexual infantil y adolescente y no tengo una historia de resiliencia de grandes épicas, pero sí de épicas íntimas, pequeñas, cotidianas y personales. Esas sin reconocimiento público, pero que yo misma me celebro porque sé cuánto me han costado.
Podría partir diciendo que mi gran épica como sobreviviente fue salir de esa casa a los 19 años, asustada y rota, con mi guagua en brazos y recomenzar una vida nueva. Así, como final (o principio) de temporada. Suena heroico. A veces pienso que lo fue. Pero más que (o además de) celebrar a esa niña y su valentía, lo que quisiera es abrazarla. Acurrucarla. Mecerla. A ella y a su guagua. Mi guagua.
Es que yo no salí de ahí para salvarme a mí. A esas alturas, cualquier creencia de que merecía salvarme, se había transformado en culpa, vergüenza, angustia y mucho miedo. Las fuerzas para salir de ese horror, las saqué del amor por mi hijo y del deseo de protegerlo. De hecho, lograr protegerlo de eso, ha sido la más grande de mis íntimas épicas.
Para mi hoy, a mis 44 años, mis épicas son poder abrir las puertas de mi casa (literal) a mis amigos y elegir mi tribu. Mirar a mis hijos amarse y reírse juntos. Es poder disfrutar y proteger sus vidas. Es ver que tienen buenos padres. Es disfrutar el amor con mi marido. Es poder elegir y amar mi trabajo. Es bañarme en el mar. Es poder agradecer genuinamente mi vida hoy.
Ha sido un camino difícil, repleto de dolorosas pérdidas, porque muchas personas reaccionaron tan lentamente que fue como si no lo hicieran y otras de maneras tan inexplicables que profundizaron a un abismo la sensación de soledad. Pero pese a eso, mi aprendizaje más insistente de todos ha sido que los traumas se reparan en el amor de los otros, porque contra todo pronóstico, con mi marido y mis hijos, hemos construido una familia linda. Y hay familia y amigos que se han quedado y otros que han llegado y que hoy son mi zona protegida. Esos amores y terapias que he tenido la suerte de poder acceder, me han sostenido en una vida feliz en muchos sentidos y dimensiones.
Pero claro, ha sido lento y difícil llegar hasta aquí y, cada tanto, las heridas se vuelven a abrir, aunque cada vez van doliendo menos y va siendo más fácil y rápido salir de mis momentos oscuros. Ha sido un camino no solo de avanzar, sino que de hacerlo cuando puedo y quiero, retroceder si lo necesito y detenerme a lamer mis heridas cuando me vuelven a doler. He aprendido a ejercer sin culpas ni presiones, mi derecho al tiempo y esto ha sido un gran alivio para mí.
Escribo esto acá, porque cada tanto siento la necesidad de ir contando mi historia en mis propios términos (a ratos por rabia, otros por dolor y muchos otros, por dignidad), para que no termine siendo escrita por otros y por esa justicia que busqué, que no ha llegado y que, en mi caso, creo que nunca va a llegar.
Mi historia es como la de tantas y tantos. Estuve rota por años y no busco ser heroína de nada. Solo pasar por esta vida aprendiendo a amar y cuidar, recibir el amor que está disponible para mí y sentir finalmente, esa paz de estar convencida que nada, nada de lo que me hicieron, yo me lo merecía. En eso estoy. Y ese intento es por lejos, mi hazaña más épica de todas.
*Carolina tiene 44 años, es lectora de Paula y Psicóloga Clínica.