Tóxico
El Estado ha confiado a los tecnócratas las discusiones filosóficas y los temas de historia están en manos de sujetos que desconocen los Recuerdos del pasado de Vicente Pérez Rosales. Son quienes creen que el fenómeno de migración es un hecho sin precedentes.
Disculpen las consultas: ¿los juicios tajantes que circulan sobre la realidad provienen de las emociones o están contrastados con lo que piensan otros, con lecturas y datos? ¿Estamos pensando en serio lo que decimos? ¿Se puede cambiar de opinión o tener una distinta? ¿Es posible normar el habla? ¿Se puede vivir al margen del ruido que generan los discursos públicos?
Quizá por culpa de mi escepticismo y neurosis me asaltan estas preguntas cuando escucho las noticias. Hay en el aire un fanatismo que me incomoda y que viene ligado a una serie de censuras directas o indirectas. El afán de la corrección política por normar tendrá consecuencias inesperadas. Ante esta situación prefiero tomar distancia. Creo que en lo que está sucediendo hay mucha cháchara y delirio. Veo cómo el desprecio apareció en escena, la posibilidad de negar al otro como interlocutor volvió a utilizarse. Nada de esto es novedad, pese a la sensación térmica y las hipótesis pueriles. No estamos en una época especial. Si miramos a largo plazo y a nuestro alrededor, fácilmente podemos concluir que estamos en un momento de estabilidad política y social en nuestra historia.
Tal vez la novedad tenga relación con el odio hacia el conocimiento. Nunca la ignorancia había tenido tanto espacio para expresarse como en estos años. Las redes sociales son la expresión de este síntoma. Para hablar en público ya no es necesario tener lecturas o saberes. Por eso está lleno de personas que descubren con ilusión cuestiones antiguas y que las comunican sin pudor. Da lo mismo si en el pasado existió algo semejante, no importa la historia. De esta forma vamos perdiendo densidad. Se hunde el diálogo sin referentes. Las emociones no bastan para convencer.
Estoy lejos de creer que esta situación de intolerancia se revertirá. Nada lo presagia. No hay voluntad para escucharse. Los debates que enfrentamos son culturales, desde la educación hasta el feminismo, sin embargo, la perspectiva desde la que se enfocan es económica y burocrática, ocultando su dimensión total, su espesor.
La fe en las leyes es otra de las pulsiones que se nos escapó. Regular es la consigna. El Estado ha confiado a los tecnócratas las discusiones filosóficas y los temas de historia están en manos de sujetos que desconocen los Recuerdos del pasado de Vicente Pérez Rosales. Son quienes creen que el fenómeno de migración es un hecho sin precedentes.
El silencio es justo lo contrario a la efervescencia que muchos dicen sentir. Callar no está de moda. Tampoco mantener una actitud de indiferencia. La histeria no puede ser denunciada, no hay espacio. No obstante, salta a la vista. Es cuestión de mirar las postales de estos meses. El inconsciente colectivo aúlla en Twitter e Instagram, donde los juegos de roles están asumidos con seriedad. La identidad está en movimiento tras el deseo y el poder, es capaz de transformarse, de maquillarse con tal de seducir. El juego de máscaras no se detiene. Ahora, eso sí, es virtual.
Hay que volver a los libros para criticar lo que pensamos, para discurrir sobre una actualidad que precisa contexto. Lo que abunda, en cambio, es el grito, la denuncia, la sentencia gutural. Peter Handke da una salida en su Ensayo sobre el lugar silencioso: relata su afición por esconderse en los baños para disociarse de situaciones agobiantes e inconducentes. Habla de circunstancias en los que es preferible estar en uno, secreto, para no enterarse de las querellas o carcajadas. La opción de Handke es física: guardarse en un sitio para encontrar la quietud. Es una posibilidad. No sé dónde ir, pero recogerse a observar es una premisa para evitar un ambiente infestado de consignas, que no permite el disenso
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