Histórico

Columna de Óscar Contardo: La fe de los mentirosos

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Marcela Aranda no es como nosotros. Ella entró al Parlamento por la puerta ancha, asesoró a diputados, asistió a reuniones que a otros -especialistas, asociaciones profesionales- les estuvo vedada, influyó en leyes, recibió sueldo de un gobierno y se paseó por seminarios y congresos hablando de confabulaciones internacionales, de proyectos legales que no existían, de normas descabelladas que sólo estaban en su imaginación; hizo todo eso como quien arroja trozos de carne a una manada de perros hambrientos ansiosos por lanzarse a cazar una presa.

El salvoconducto que exhibe la señora Aranda para circular por salones legislativos consiste en una intensa fe, la misma que usa para acarrear a un puñado de seguidores envalentonados por una causa celestial. "Vamos al Congreso, trabajamos con diputados y senadores en leyes que tienen algún carácter relevante para Dios", dijo en una entrevista, detallando su lugar en nuestro orden político. Ella es, por lo tanto, la vocera de Dios, o al menos, de sus prioridades legislativas, que a juzgar por el discurso de la señora

Aranda se concentran en un solo objetivo: sembrar la alarma en torno a los genitales de los niños. Eso no significa que su empeño se concentre en denunciar los abusos sexuales que ocurren, por ejemplo, en los hogares dependientes del Sename -en su inmensa mayoría relacionados con organizaciones religiosas-; mucho menos se preocupa de indagar en quiénes son los agresores de los abusados. Aranda tampoco habla de las altas tasas de hacinamiento en que malvive el 23% de niños, niñas y adolescentes de nuestro país. A la señora Aranda no le interesa discutir sobre las causas de los suicidios adolescentes ni sobre el acoso escolar, menos aún la forma en que los padres de los niños transgénero -personas heterosexuales, la gran mayoría creyentes, cuya única intención es cuidar que sus hijos sean felices- pueden evitar que sus niños sean violentados. Ella jamás parece pensar en el sufrimiento ajeno, lo único que la guía, según sus propias palabras, es encontrar la presencia del diablo. Y la encuentra en algo que ella llama "ideología de género", el eje de todos esos males que ella difunde en sus cuentas de redes sociales que no son más que un vertedero de noticias falsas. La señora Aranda publica allí notas sobre países en donde supuestamente se legaliza el sexo con animales o programas sanitarios del primer mundo en donde se tortura a los recién nacidos. Un resumidero de fantasías abyectas que aseguran que el infierno está en las sociedades desarrolladas y no en los estados gobernados por fanáticos religiosos integristas.

Esta semana, Marcela Aranda consagró su carrera -¿de predicadora?, ¿de líder política?- paseando un bus naranja seguido por un puñado de personas que repetía injurias voz en cuello y acusaba de crímenes abominables a un grupo de activistas LGBTI. Los activistas debían soportar los insultos. "¿No pedían tolerancia? ¿No les gusta que los aguanten a ellos?", se burlaban los tripulantes del bus.

La señora Aranda se refugia en la libertad de expresión para difundir falsedades sin que nadie le exija pruebas sobre el origen de la basura que reparte. Ella tiene la certeza de que hay un plan para arrebatar niños y maltratarlos, un apocalipsis del que, según ella, es responsable una minoría inspirada en satanás. Aranda utiliza la misma estrategia que los ansiosos de poder utilizaban durante la Edad Media para capturar la atención de la muchedumbre prejuiciosa: la culpa de los males siempre recaía sobre las minorías -judíos, musulmanes, herejes o gitanos-, quienes solían ser acusados de pervertir o asesinar niños. Una argucia de manual que acababa impulsando la violencia desatada en contra de los diferentes.

Esta semana, la señora Aranda consiguió que los medios de comunicación le dieran tribuna para esparcir su mugre como si se tratara de ideas o puntos de vista. Recorrió la ciudad predicando la fe de los mentirosos, la moral de los despiadados y la libertad de los matones. Esta semana, gracias a ella, los abusadores y los ignorantes sintieron que no estaban solos, que podían sacar la voz y exigir que respetáramos su sagrado derecho a cultivar el odio contra los más débiles, con la impunidad garantizada que brinda la tradición.R

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