Columna de Marisol García: Cómo suena un agujero negro

En las cuentas oficiales de la NASA puede escucharse el registro sonificado (adaptado al oído humano) de las ondas de gas caliente que emanan desde el agujero negro al centro del clúster de galaxias Perseo, a 240 millones de años luz de nosotros. Es un rugido oscuro, profundo, de ecos espectrales, acaso temible, que no ha tardado en saltar a las inquietudes de especialistas en música y, cómo no, bromas generales en twitter. Alguien lo ha comparado con un disco de Björk.



“Musica universalis” o “armonía de las esferas” llamaban hace veinticinco siglos ciertos pensadores griegos a la distancia armónica de los cuerpos celestes entre sí. En su magnífico Filosofía y consuelo de la música, Ramón Andrés comenta que Pitágoras atribuía a “la pequeñez de nuestra naturaleza” humana el no poder percibir la sonoridad de astros y planetas en movimiento (aquella “sublime sinfonía del universo”), invitador aliento al pensamiento y el espíritu.

Por cierto, no eran las suyas definiciones artísticas; más bien, matemáticas: la música contenida en el orden del cosmos era cimiento de justas proporciones para las otras músicas y sonidos que nos rodean, pero también para las ideas, palabras y relaciones que podemos darnos. Todo esto viene a cuenta de la noticia científica quizás más difundida del último mes. En las cuentas oficiales de la NASA puede escucharse el registro sonificado (adaptado al oído humano) de las ondas de gas caliente que emanan desde el agujero negro al centro del clúster de galaxias Perseo, a 240 millones de años luz de nosotros. Es un rugido oscuro, profundo, de ecos espectrales, acaso temible, que no ha tardado en saltar a las inquietudes de especialistas en música y, cómo no, bromas generales en twitter. Alguien lo ha comparado con un disco de Björk. O con “el adelanto del próximo lanzamiento de Brian Eno” (¿qué fue primero, el ambient o el clúster?). Más ingenioso, otro: “Nace un nuevo género pop: el horror cósmico”.

La propia NASA archivó su registro bajo el título “black hole remix”. “Es como una hermosa partitura de Hans Zimmer con el nivel malgenio bien alto”, lo calificó una de las investigadoras a cargo, y es cierto que lo que se oye evoca un correlato cinematográfico. Ni el universo es un (absoluto) vacío, ni su actividad, silente. Hasta un agujero negro tiene ya su single (con menos plays que un track de trap, pero, vaya, mucha más cobertura de prensa).

Qué decir que no hayan dicho ya acusmáticos y pitagóricos antes de Cristo. Vivimos tiempos en los que la música alterna formatos, duraciones y técnicas, mas no por eso orígenes ni sentidos. Si lo de la Nasa cautiva tanto, es porque nos recuerda que las fuentes del sonido son infinitas, y, por lo tanto, que el desafío a nuestra escucha es incesante. Incluso considerando todo aquello que la digitalización de los discos ha puesto a nuestra disposición, lo que hoy elegimos escuchar es sólo una parte de un universo insospechado, tan inabarcable como fascinante. Predispuestos como estamos a ordenar nuestras escuchas por nombres propios de autores o intérpretes (encauzados a su vez en géneros y nacionalidades), reducimos la amplitud de atención a lo más evidente, mandatados por las dinámicas rara vez libres del libremercado, pese a que hay años luz por descubrir.

“La música está en nosotros (otra vez, el inacabable Ramón Andrés). Al pensar el universo se concibe el orden, y el orden es música. De no oírla, seríamos fragmentación y desconocimiento”. Escuchar es atendernos.

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