Columna de Marisol García: Festivales bajo escrutinio

Foto: Andrew Allcock/Glastonbury

No son interpretaciones, sino datos objetivos, el que en 2023 muchos grandes festivales extranjeros (en ciudades como Madrid, Filadelfia, Sidney y Essex) debieron cancelarse por baja venta de entradas o problemas con los recintos escogidos (acceso, seguridad). Crece también la amenaza de condiciones climáticas extremas y, por supuesto, costos al alza que vuelven la experiencia todo lo opuesto al antiguo colectivismo que hacía a los hippies reunirse en festivales como un espacio de evasión.



Lo frecuente es que el análisis cultural celebre conquistas y aplauda hitos de avanzada. Pero el libro Macrofestivales (2023, ed. Península) hace todo lo contrario. Su subtítulo es elocuente: El agujero negro de la música. Para Nando Cruz, conocido cronista musical español, todas esas cumbres anuales de shows en vivo que nos cierran los ojos de la emoción, con carteles interminables en tipografía descendiente, ocupados por figuras a las que hasta entonces sólo conocemos en YouTube, de piel al sol e hidratación a sobreprecio: todo eso ya está en decadencia, y es probable que constituya pronto un recuerdo que ni den ganas de revivir. Aunque su diagnóstico se aplica al mercado de España —particularmente nutrido, con unos novecientos festivales (o por ahí) en el último par de años—, reportajes y columnas instalan hace poco la inquietud también en otros focos geográficos. Acaso los grandes festivales vayan a la baja en todas partes. Acaso sean una experiencia demasiado maravillosa para dejarla morir. Acaso debamos esperar el inescapable pronunciamiento del mercado para saber si su demanda es duradera o si la saturación de la oferta termine por extinguirlos.

De todos modos, al menos viene bien abrir un flanco de crítica para un tipo de cita cuya oferta magnífica y enorme gesta de producción solía acallar cualquier incomodidad. El cambio de perspectiva en el análisis sobre los festivales de música popular ha pasado de considerarlos una noticia de convocatoria cultural, a una actividad económica de impactos medioambientales y sociales que merece el escrutinio, en la que los derechos de trabajadores, consumidores, vecinos y artistas se cruzan de un modo nada fácil de armonizar. Aunque en el libro de Nando Cruz hay descripciones que nos parecen exageradas (se habla allí de “un agujero negro cuya energía turbocapitalista y extractivista devora recursos de forma desaforada mientras fomenta un hiperconsumismo irracional, que dispara precios y acentúa las brechas de acceso a la cultura […] y reduce la música a un elemento secundario, cuando no anecdótico”), es sensato aspirar a un punto medio entre ese catastrofismo, peligrosamente tentador para interventores beatos, y la aspiración ingenua a que las audiencias de países distantes de los epicentros del pop puedan mantenerse al día sin pagar un gran costo asociado.

No son interpretaciones, sino datos objetivos, el que en 2023 muchos grandes festivales extranjeros (en ciudades como Madrid, Filadelfia, Sidney y Essex) debieron cancelarse por baja venta de entradas o problemas con los recintos escogidos (acceso, seguridad). Crece también la amenaza de condiciones climáticas extremas y, por supuesto, costos al alza que vuelven la experiencia todo lo opuesto al antiguo colectivismo que hacía a los hippies reunirse en festivales como un espacio de evasión. El debate de las últimas dos semanas en Chile añade más grises: si no se conoce a las audiencias, mal se puede exigir responsabilidad pública con ellas. Para qué hacemos festivales es una pregunta cultural incluso más relevante que a quiénes invitamos (o no) a ellos.

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