¿A quiénes? A los jugadores. Si ya no escucharon las alarmas venidas de otros lados, al menos oigan las que hoy suenan desde adentro, desde el camarín, desde la cancha. Atiendan las voces de quienes tratan de hacer de padres, cuando no es el rol que les corresponde, para enrielar a los más priscos, a los más flojos, a los más lesos. A esos jugadores que, una vez más, han salido a demostrar por qué tienen el rol que tienen, por qué se han ganado el cartel de ser los más sabios o, al menos, los más autocríticos de la manada. A ver: es obvio. Están preocupados. Y están hablando. Préstenle oídos, porque todos sus análisis conducen al mismo resultado: hay que renovar al máximo las cuotas de humildad, de esfuerzo, de trabajo, de estudio. Si no, no hay cómo.

Digo: como hace dos años, del mismo modo que en los altos y bajos iniciales de la Copa Centenario, el plantel se ha dado cuenta, tarde esta vez, que la tibieza y la arrogancia están a punto de matarnos. Las señales son claras: pese al enorme caudal de talento y esfuerzo desplegado por una generación mitad bendita y mitad suertuda (al tener la opción de haber sido guiados, corregidos y mejorados por dos de los mejores técnicos que hayan pasado por esta comarca en toda su historia), pese a la fantástica y noble empresa llevaba a cabo por las canchas del mundo en los últimos diez años, la selección chilena de futbol, la alabada, la encaramada, la encumbrada Roja de todos, la bicampeona de América, la reciente finalista de la Copa Confederaciones, está a punto de quedarse afuera del próximo mundial.

Y eso sería una farra brutal. Porque pese a que varios de sus jugadores siguen rindiendo a gran nivel en los mejores clubes del mundo, están a punto de terminar de la peor manera su, hasta ahora, brillante camino. ¿Por cabrones? Probablemente ¿Por pocos humildes? Seguro. ¿Por falta de trabajo? De todas maneras. ¿Por falta de guía? Desde luego.

Estamos en la cornisa. Tambaleantes. Heridos. Con una selección enredada y confusa. Presa de sus errores, que no han sido pocos los últimos meses. Y, para peor, como en los viejos tiempos -esos ajenos tiempos de cobardías y calculadoras- dependiendo de muchos factores. No todos controlables.

Por eso hoy más que nunca se necesitan señales. Claras, concretas, inmediatas. La buena noticia es que han estado llegando, por ejemplo de la mano del capitán Claudio Bravo, con declaraciones claritas y sanas que debieran ayudar a abrir los ojos, a enmendar rumbos más que a sacar ronchas. ¿Qué nos puso donde estamos? "La falta de humildad, el trabajo mal hecho". Eso dijo Bravo y es, le duela a quien le duela, la verdad. Una verdad que alcanza al plantel entero y, obviamente, al cuerpo técnico. Marcelo Díaz y Aránguiz también hablaron en estos últimos días. Educadamente, pero con claridad, mencionando errores en la planificación. Confusión. Y en pasillos, varios miembros del plantel han deslizado, una y otra vez, que los partidos ante Paraguay y Bolivia se trabajaron poco y mal.

Ergo, las principales razones del tropiezo están claras. No le demos más vueltas, partamos por aceptarlas. ¿Callar bocas? Obvio. Pero no bocas chilenas. Bocas argentinas, uruguayas, brasileñas, peruanas, ecuatorianas, bolivianas. ¿Cómo? Jugando bien, corriendo más que el esto. Y, ante todo, preparando mejor los partidos. Trabajando más que los otros, que para Chile es el único camino viable. Llegó el momento, como dijo alguien alguna vez, de los excesos. De la actitud total, del sueño de trascendencia. Si no están todos dispuestos a eso, no hay cómo revertir el infierno. Mea culpa se llama el juego ahora, porque capacidad hay. Los jugadores más serios han vuelto a mostrar el camino. Ojalá les hagan caso. Y todavía alcance con eso.