La campaña plebiscitaria comenzó dentro de los márgenes que fija la ley. Esto es extraño, vista la labilidad que ha adquirido la ley desde octubre pasado. Comenzó, además, con un primer rasgo que podría convertirse en el principal de todo el proceso: la confusión. Se trata de un torneo de apariencia sencilla, con dos opciones principales y dos opciones secundarias. Pero los mensajes y las señales que promueven estas decisiones son -y parece que serán- intrínsecamente extraños.
El “rechazo”, por ejemplo, reúne tres ideas diferentes, en algún punto incluso inconciliables: 1) redactar una nueva Constitución es innecesario, porque no resolverá los problemas; 2) una nueva Constitución es un nuevo engaño de los políticos, y 3) la Constitución puede ser reformada sin necesidad de redactar una nueva.
El “apruebo” contiene todavía más variantes, pero, para equilibrar, también hay tres de primer orden: 1) se debe poner fin a la Constitución de 1980, impuesta por la fuerza; 2) la nueva Constitución terminará con el “modelo” socioeconómico, y 3) una nueva Constitución es un nuevo pacto social para responder a las demandas expresadas desde el 18-O.
Cualquier polemista –aun de poco fuste- podría demostrar que todas estas afirmaciones son falsas en algún punto, y también podría defenderlas con la pasión y el ahínco que muchos ya han mostrado en estos meses. Desde luego, cuando una afirmación se puede defender y negar al mismo tiempo, se quiebra el principio de no contradicción, que es una de las bases del racionalismo lógico, el modus ponens, donde se apoya toda la norma occidental y, por lo tanto, el derecho. Algo de eso está en juego en la decisión que propone el plebiscito. Pero el plebiscito -no hay que olvidarlo- sobre todo es la respuesta que la clase política quiso ofrecer para alejar la amenaza del quiebre violento del estado de derecho, perfilada entre octubre y noviembre del año pasado. Por lo tanto, tiene las virtudes y las limitaciones de una respuesta que ha sido improvisada y negociada con la urgencia del incendio.
La pregunta subordinada -convención constituyente o convención mixta- solo se materializa en el caso de que triunfe el “apruebo”. Pero los votantes del “rechazo” tienen también la opción de votar por esto. En este caso se quiebra otro principio, el del tercero excluido -algo es falso o no es falso, pero no hay tercera opción-, otro fundamento del racionalismo.
Cabe suponer que un votante del “rechazo” querría votar por la convención mixta para minimizar los riesgos de la otra opción, pero también podría marcar la convención constituyente para elevar la apuesta de la segunda parte del proceso, la elección de los constituyentes (y lo mismo se puede decir de los votantes que aprueban).
Como se ve, hay bastante de irracionalismo en el plebiscito del 26 de abril, a pesar de que parezca un instrumento razonable para dirimir un conflicto con altos componentes de violencia.
Esto plantea un segundo problema lógico: ¿Se puede dirimir un conflicto sobre cuya naturaleza no hay ni siquiera un acuerdo mínimo? Si el conflicto se define por su componente de violencia, esta tendría que haber cesado una vez que se planteó la solución. No ha sido así. Y, además, se ha propuesto un marzo plagado con exultantes amenazas de más y mejor violencia, con toda su “aterradora pureza”, como alguna vez la llamó Philip Roth.
Siempre están los que creen que un poco de violencia es útil para presionar al otro, que sin violencia las cosas no cambian. Está bien, pero lo que la historia demuestra es que la borra más permanente de la violencia es el rencor, es decir, la expectativa del desquite. Un plebiscito marcado por la violencia tendrá, a la postre, un problema de legitimidad similar al de 1980, que se realizó con la amenaza de la violencia. Un plebiscito no es ilegítimo cuando lo organiza una dictadura (el de 1988 no lo fue), sino cuando lo hace bajo una presión de violencia.
La oposición al gobierno de Piñera se ha pasado meses observando la violencia con la convicción explícita de que este es un problema del gobierno y la implícita de que todo lo que sirva para mellar al gobierno es útil para su causa. Solo en las últimas semanas ha salido a condenarla en forma clara. Y aun así, la firma de un llamado a la paz social por parte de varias decenas de exconcertacionistas les pareció a algunos dirigentes partidarios innecesario…, porque ayuda al gobierno. Nadie duda de que la mayoría de esos dirigentes no aprueba la violencia, pero estos razonamientos entran en la esfera del irracionalismo.
Hay que agregar algo más. Es bastante probable que la campaña que se ha iniciado sea la más sucia de la historia de Chile. No sucia porque alguien se robe las urnas, como era en el pasado, sino porque estará plagada de mentiras e irracionalismos, a veces tonantes, a veces chistosos. No sucia porque alguien soborne a los votantes, sino porque las redes sociales (la nueva religión irracionalista) han venido sustituyendo a la información veraz, como lo han hecho en otras elecciones en el mundo, sin tiempo para poner freno a su expansión monopólica. No sucia porque alguien altere los resultados, sino porque parece que ahí, a la vista de todos, la violencia seguirá en su baile.
Los pronósticos no son deseos, sino inferencias de lo que se alcanza a ver. Claro que desde el 18-O la capacidad de pronosticar ha quedado en entredicho. Los hechos se han convertido en convergencias disparatadas de pequeñas partículas. Y a pesar de todo este ambiente, una mayoría de los chilenos expresa en las encuestas su aspiración de que todo será para mejor. El optimismo no siempre se funda en la razón, pero a veces constituye una poderosa fuerza de cambio. Veremos dónde se expresa.
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