Columna de Diana Aurenque: Chile enlutado



Debido a los más de 130 fallecidos por los terribles incendios en la Región de Valparaíso y el trágico accidente del expresidente Sebastián Piñera, nuestro país se enluta. La gala del Festival de Viña se cancela, la solidaridad se activa ante la tragedia y los partidos políticos demuestran transversalmente respeto al exmandatario. ¿Por qué la tragedia, en especial, la muerte, nos convoca tan poderosamente a la tregua? ¿Qué tiene la muerte que logra reconciliarnos, aunque sea temporalmente, y que no logra la política? ¿Por qué es tan repudiado alegrarse por la muerte del adversario?

No basta simplemente decir que celebrar la muerte es de mal gusto o inhumano; tampoco argumentar que morir siempre sea algo malo o un castigo. Muchas personas que padecen enfermedades graves e incurables, o, mejor dicho, que viven su vida como un padecer, anhelan contar pronto con una ley de suicidio asistido o eutanasia. No, la muerte no siempre es un mal -a veces también es consuelo.

Justamente por eso, por la necesidad de encontrar consuelo, se explica esa tregua. Porque vivir, finalmente, se trata de eso: de hallar consuelo. Somos una especie trágica; la única, hasta donde sabemos, con un exceso de consciencia; una que sufre anticipadamente al pensar en la propia muerte o en la muerte de los otros -más si se trata de los amados otros. Somos ese animal extraño que “puede no tener consuelo por un proceso tan natural como la muerte de otros organismos” (Blumenberg). Sabemos que la muerte es natural a la vida y aun así no soltamos a los muertos; por el contrario, aun sin cuerpos, los muertos se nos eternizan y se vuelven más presentes que nunca. Pero esa presencia íntima del muerto en uno, es también carencia objetiva -una contradictoria congoja.

La tregua que provoca la muerte surge quizás desde el más genuino sentir dolor compartido, sentir la pérdida, el dolor ajeno como si fuera propio -por empatía, simpatía o incluso compasión. No importa el concepto que se elija, en todos resuena un sentir doloroso compartido y que alguna vez hemos vivido. Pero, ¿por qué duele tanto? Porque el animal humano, además de poder sentir dolor y experimentarlo incluso en ficciones, ama y quiere amar. No fueran los muertos queridos ni nosotros quisiéramos querer, no nos dolería tanto la muerte. La muerte del ser amado no solo es la muerte del destinatario, del objeto de nuestro amor, sino también de nosotros amando, de ese dar amor que contentaba o, al menos, consolaba el espíritu. Así, el duelo en realidad siempre se padece doble: en la muerte del ser amado y la de uno mismo amándolo.

¿Se entiende mejor por qué la reconciliación es perenne a la muerte? Porque quien duela ha perdido doblemente. Y mientras una de ellas es irreparable, la otra, la de poder amar, nos queda siempre reservada y latente. Y es al mundo entero donde queda la tarea de reconciliar al deudo con su existencia, mostrarle afecto, incluso aunque sea desde un gesto institucional o la frase “mis condolencias”. Porque estas palabras y gestos nos igualan existencialmente. Porque son hoy para el deudo, lo que fueron antes para uno, para ti, y para todos los que vienen: consuelo.

Por Diana Aurenque, filósofa de la Universidad de Santiago

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