Columna de Domingo Lovera: Programa de gobierno, sistema político y responsabilidad



El programa de gobierno consiste en una hoja de ruta que el Presidente de la República ofrece al país. En él se refunden las promesas de campaña, se plasman los anhelos para el país y se disponen, a veces solo a grandes trazos, los instrumentos de política pública con los que el gobierno de turno tratará de encaminarse a la satisfacción de los fines. El programa no solo tiene como protagonista a la Presidencia. También reconoce la dignidad política del pueblo, en la medida que, a partir de él, se traba un diálogo con la ciudadanía que evaluará su desempeño.

Uno de los momentos estelares de esa evaluación es la denominada cuenta pública presidencial. Una instancia de rendición de cuentas constitucionalmente establecida, en la que el Presidente informa a la ciudadanía de los logros alcanzados, así como de los desafíos, nuevos compromisos y anuncios.

La evaluación del desempeño del gobierno del Presidente Gabriel Boric, desde luego, queda entregada al sistema institucional en su conjunto y, finalmente, al pueblo. Con todo, el momento –y un reciente informe del centro de pensamiento Rumbo Colectivo–, permiten volver a llamar la atención sobre el bienestar de nuestro sistema político.

De acuerdo con dicho informe, llamado “Resolviendo en Democracia”, el cumplimiento del programa, a mayo de 2024, alcanza un 51,7%. Esto, considerando las medidas cumplidas y parcialmente cumplidas. Dentro de los ejes temáticos con mayor nivel de cumplimiento, el informe destaca las agendas relativas al control del alza en el costo de la vida y la agenda relativa al cobre, litio e hidrógeno verde.

¿Cuál es la arena en que ese cumplimiento ha exhibido un mejor desempeño? Esto es muy relevante a la hora de examinar el desempeño del sistema político, dado que en un sistema presidencial conviven dos soberanías: la de la Presidencia, por una parte, y la del Congreso Nacional, por otra. En este sistema, el pueblo deposita su soberanía en dos tipos de órganos y, por lo tanto, es útil evaluar cómo actúan.

El informe muestra que los mayores índices de desempeño se ubican en la implementación de políticas públicas por parte de la administración del Estado. Más allá de lo obvio que resulta que el gobierno pueda tener una vía más expedita cuando se trata de la implementación administrativa de su programa – lo que no es tan obvio si se anota la tendencia a judicializar dicha actividad, es decir, a disputar judicialmente dicha implementación –, resulta importante destacar, una y otra vez, que la Administración del Estado es también, cuando no exclusivamente, garante de derechos fundamentales (un rol que se invisibiliza cuando se presta demasiada atención al rol de los tribunales y la justicia constitucional). Esta mirada se distancia, por ejemplo, de la propuesta del Consejo Constitucional derrotada en las urnas y que planteaba una Administración bajo sospecha, cuyo funcionamiento se entorpecía al rodeársela de cerrojos.

Lo que debemos cuidar, en cambio, es tener un sistema de gobierno que, resguardando los principios básicos del Estado de derecho, habilite un rol protector del Estado. Nadie podría pensar –a riesgo de ser una sociedad que se dispara a los pies, sugiere Barber – que incluso las medidas de la Administración que van en beneficio de las personas sean vistas, de entrada, con sospecha.

Si bien el programa avanza a nivel de la Administración, se ha visto más obstaculizado, en cambio, en la arena legislativa. Esto puede deberse a una multiplicidad de factores, varios de los que se han estado discutiendo recientemente a propósito de una eventual reforma a lo que se ha denominado “sistema político”. Paradojalmente, el consenso parece estar centrado en una o dos propuestas que apenas rasguñan un engranaje del modelo o que desconocen la biografía política de Chile – como la que apunta a la reducción del número de partidos –.

A la luz del informe “Resolviendo en Democracia”, puede afirmarse que el gobierno ha avanzado razonablemente en el cumplimiento de aquella parte del programa cuya implementación está puesta exclusivamente en sus manos. En lo demás –pero esta es una discusión que requiere altura de miras o, como suele afirmarse, visión de Estado– debemos hacernos la pregunta de cuánto puede hacerse institucionalmente para estimular, sin ahogar la dualidad de soberanías propia del presidencialismo, la colaboración entre el Congreso y la presidencia. Todo lo anterior, desde luego, sin abrazar la ilusión de que la reducción del número de partidos políticos transformará, por arte de magia, a opositores en oficialistas.

Por Domingo Lovera, profesor de Derecho, UDP, y consejero Rumbo Colectivo

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