Columna de Héctor Soto: Embestida y demolición



La izquierda ha sido muy, muy exitosa en convertir a Sebastián Piñera en el nudo o eje de todos los problemas del país. Chile, tierra de desigualdad y corrupción, república del abuso y de la letra chica, de la segregación y la impunidad en la violación de los derechos humanos, está como está por tener un Presidente como él. Bajo este prisma, en Piñera convergen todas las frustraciones y resentimientos ciudadanos, de ahora y de siempre. La imagen presidencial resultante es una caricatura tanto o más impresentable que la de Pinochet y eso es lo que explica, aparte de una seguidilla de errores propios, por qué un mandatario que obtuvo uno de los triunfos electorales más contundentes desde el retorno a la democracia se haya descapitalizado en términos políticos a una velocidad asombrosa ya en el primer año de gestión. Cuando llegó el estallido, el proceso se precipitó todavía más y Piñera pasó a ser el enemigo público número uno, tanto para la izquierda y el centro político como para gran parte de la derecha. Se trata de una marca difícil de superar. El laborioso y concertado trabajo de superposiciones, mistificaciones y falsificaciones que esto implicó es lo que permitió a la actual oposición desarrollar una estrategia de embestida y demolición contra La Moneda de una virulencia inédita, al menos en los últimos 50 años.

En algún momento los historiadores habrán de establecer los hitos de ese proceso. Mientras eso no ocurra, seguirá llamando la atención tanto la persistencia como la radicalidad del fenómeno. Porque aquí no hubo tregua. En circunstancias medianamente razonables, cuando en marzo del 2020 llegó a Chile la pandemia, se hubiera podido pensar en que se le iba a tender una mano al Ejecutivo para afrontar un desafío que estaba más allá de la contingencia y cuyas consecuencias iban a poner en riesgo la vida de miles de personas y golpear muy severamente la economía. Era de cajón. Las dramáticas circunstancias imponían una cierta unidad nacional. Alguna, por poca que fuese. Sin embargo, no hubo nada parecido a eso. Al revés. No pasó un día sin que los críticos de la gestión sanitaria gubernamental no acusaran incompetencia técnica, ocultamiento de datos, intenciones torvas y retrasos inaceptables. Ni un solo día en que la resistencia no apostara al revés: por exigir cuarentenas cuando todavía no se imponían y por reclamar contra la reclusión una vez que los confinamientos se decretaron. Desde luego, no se oyó ni una sola palabra de reconocimiento a la visionaria anticipación con que el gobierno negoció la llegada de las vacunas al país y mucho menos al gigantesco operativo logístico de las vacunaciones. Cero. Lo que importaba es que a una señora de Angol la hicieron levantarse temprano no obstante que cuando llegó al consultorio las vacunas se habían acabado. O que a un caballero del barrio alto el brazo se le había hinchado. Fue el más vergonzoso triunfo de la pequeñez que el debate público chileno haya visto en años. Y, como era esperable, en el intertanto la imagen presidencial siguió cayendo.

Respecto de la radicalidad del fenómeno, luego que en diciembre de 2019 la Cámara de Diputados, por una diferencia de apenas seis votos, rechazara la maniobra para destituir al Presidente, no hay mucho más que agregar. Lo que no logró la revuelta social por la violencia -derribar a Piñera a como diera lugar- estuvo a solo metros de lograrlo el golpe blanco constitucional. Conste que esa votación tuvo lugar solo días después de que gobierno y oposición alcanzaran el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución.

Es legítimo, y más que eso, es inevitable poner en cuestión si Piñera era el Presidente que el país ahora requería. Para el manejo de la pandemia, seguramente lo era. Para el manejo del estallido social y de la crisis política, seguramente no. Está claro que La Moneda ha tenido déficits políticos muy importantes. Llega un momento, sin embargo, en que parece injusto cargarle al Mandatario toda la responsabilidad por lo ocurrido. La personalización de procesos históricos complejos conlleva siempre una falacia. En el deterioro reciente intervinieron varios otros actores, no uno solo. Incidió, desde luego, el Parlamento, obstinado en su parlamentarismo de facto. Gravitó también la complicidad de gran parte de los sectores medios con la violencia. La clase política puso lo suyo de manera casi estamental al subirse indiscriminadamente al carro de iniciativas como el saqueo al sistema de pensiones. También la fatalidad jugó en contra, al cargar en un año delirante dilemas históricos con jornadas electorales que mezclaron lo chico con lo grande y lo permanente con lo transitorio.

A estas alturas, en tiempos de cruda polarización, ha pasado a ser parte de la normalidad del juego político que cada colectivo construya la imagen del adversario o enemigo que más le acomode, así sea refutando o eludiendo los datos de la realidad. Una vez que la tengas, instálala y enseguida destrúyela a como dé lugar. Para escándalo del realismo político, eso hoy día es así y no hay vuelta que darle. La primera pregunta es si este corrosivo proceso de destituciones sirve para construir algo: la propia oposición advierte ahora que no. Y la segunda es si es lo que procedía en el Chile actual, cuando ya no va quedando títere con cabeza.

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