Columna de Milton Cortés: La diplomacia chilena y el conflicto del Beagle



Hace 45 años la diplomacia chilena enfrentó uno de sus mayores desafíos, evitar lo que parecía una inevitable guerra con Argentina por la soberanía de las islas del canal Beagle. El Tratado de 1881 estableció que aquellas ubicadas al sur del canal pertenecían a Chile, pero a inicios del siglo XX Argentina comenzó a plantear una trayectoria alternativa del Beagle, lo que dejaría a las islas Lennox, Picton y Nueva bajo su soberanía.

Las discusiones para solucionar la controversia se prolongaron durante años. Finalmente, en 1971, se llegó a un acuerdo para recurrir al arbitraje de la corona británica mediante un tribunal compuesto por cinco miembros de la Corte Internacional de Justicia.

El laudo arbitral se dio a conocer en 1977, dándole la razón a Chile. El resultado produjo desazón en Argentina, puesto que se había desechado uno de los elementos centrales de su política exterior: el principio bioceánico, según el cual Chile no podía tener salida al Atlántico ni Argentina al Pacífico.

Buenos Aires declaró “insanablemente nulo” el laudo, por supuestas deformaciones de la tesis argentina y errores históricos. Ambos países entablaron conversaciones directas para resolver la crisis, pero no lograron un entendimiento. Santiago insistía en el respeto al laudo y que solo se podía negociar la delimitación marítima; Buenos Aires que el laudo era nulo y debía existir una división “política” y “equitativa” de las islas.

Las negociaciones llegaron a un punto muerto en diciembre de 1978. Los sectores “duros” de la Junta argentina presionaban por una salida militar para romper la “intransigencia chilena”. Otros, como Videla y Viola, estaban dispuestos a recurrir a un tercero, un posible mediador. Los chilenos también tanteaban esa alternativa, con el Papa como la opción más segura. Pero la exigencia de Argentina de un “preacuerdo” por el cual se le garantizaban algunos islotes, parecía un obstáculo insalvable.

Durante todas las tratativas con los argentinos, la diplomacia chilena siempre mantuvo ciertos principios básicos: la prudencia, el respeto al derecho internacional y la búsqueda del diálogo sin sacrificar los derechos propios. Por sobre todo y a pesar de que el gobierno vivía un duro aislamiento internacional, se logró mantener un espíritu de unidad nacional, no había en esta materia oficialistas y opositores, sino solo chilenos.

Lo anterior contrastaba con la postura de la Junta argentina, que estaba dividida entre “blandos” y “duros” por la estrategia a seguir y se encontraba presa de su propio “bluff”, al levantar un discurso nacionalista de no ceder frente a Chile, mientras que en las negociaciones reservadas se mostraron dispuestos a renunciar a las tres islas a cambio de algunos islotes al sur. Ello permitió que el mensaje de que Chile respetaba el derecho internacional y que Argentina actuaba como agresora tuviese eco en las cancillerías del mundo.

El 21 de diciembre, cuando la flota argentina ya se encontraba en alta mar rumbo a la zona en controversia, Juan Pablo II decidió actuar por iniciativa propia, proponiéndole a ambas naciones el envío de una misión de paz. También fue fundamental un rol tras bambalinas de Estados Unidos, que amenazó a la Junta trasandina con considerarlos como el país agresor. Fueron horas cruciales, en que la actuación prudente de la diplomacia chilena logró evitar el peor de los resultados, aceptando ambos países los buenos oficios del Pontífice.

La mezcla de respeto a los principios y flexibilidad en las tácticas repetiría un nuevo éxito en la resolución final de la controversia, durante la larga y compleja mediación papal que se extendió de 1979 a 1984, que reafirmó el laudo y estableció una delimitación marítima de común acuerdo, materializado en el Tratado de Paz y Amistad.

Por Milton Cortés, académico Instituto de Historia Universidad San Sebastián, autor Historia de Chile 1960-2010

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