Columna de Ricardo Abuauad: Un jardín perdido

FOTO: DIEGO MARTIN/AGENCIAUNO


Tantas vidas, tantos barrios destruidos. Pero antes de que el tema salga de las portadas, vale la pena dedicar unas líneas al duelo. Y no solo al gran duelo nacional, o a la pérdida terrible de vidas y de recursos, aunque esto sea lo central. Existe también esa otra pérdida, la personal, esa que lamentamos porque algo de nuestra memoria, de nuestros recuerdos, de nuestra historia desaparece con las llamas. Y es que el fuego que devora así una parte de la ciudad esfuma también algo de cada uno de nosotros, los que habitamos esos lugares y conectamos nuestros recuerdos con ellos.

El Jardín Botánico de Viña del Mar tiene una gran historia. Nace hace un siglo, cuando Pascual Baburizza compró El Olivar, de casi 400 hectáreas. Al año siguiente contrata a Georges Dubois, el mismo paisajista del Parque Forestal, para generar en un sector de ese gran predio un importante parque que, además de las especies, tendría pabellones, puentes, pasarelas y obras de arte. En 1931 ese fundo es donado a la Compañía del Salitre, y en 1935 pasa a la corporación de Ventas del Salitre y Yodo. Es así que se le conoció como Parque El Salitre, cuyo sentido no solamente era el goce de ese patrimonio paisajístico sino también la experimentación con distintos cultivos, fertilizantes y técnicas de riego. Como esto se volvió difícil, en 1951 pasa a manos del Estado de Chile como Jardín Botánico, y a partir de 1992 se crea la Fundación del mismo nombre. Contaba, hasta hace unos días, además de vegetación de la zona, con un cactario, plantas medicinales, valdivianas, un palmetarium, flora introducida, entre muchas otras cosas. La guía Lonely Planet lo destacaba como “top choice” en Viña del Mar.

Esa es su gran historia, pero está también la otra, la pequeña. Siendo niños, el mejor panorama de verano que mi padre nos proponía a mi hermano y a mí era el de ir al Parque El Salitre. Él, como el gran contador de cuentos que era, lo presentaba como una aventura extraordinaria: no era solo una visita, se trataba de “perderse” en el jardín que a nosotros nos parecía, siguiendo su relato seductor, un bosque con peligros, secretos, sonidos que solo nosotros oíamos. Los tres formábamos una pequeña expedición de exploración con misiones que él nos iba develando. Siguiéndolo, ese lugar era mucho más que un jardín. De eso han pasado décadas, pero el recuerdo sigue vivo. El incendio destruyó casi por completo ese lugar donde dos niños seguían a su papá contador de historias.

Y es que las ciudades son también eso: memoria íntima, escenario personal, telón de fondo de la vida de cada uno. Así como la mía, cada uno de los que vivió ese lugar u otro de los que se quemaron tiene una historia que contar, un duelo, una pérdida. Porque estamos en duelo por las vidas de los que el incendio se llevó, pero también en duelo por lugares que quisimos, que han sido importantes, y que ya no existen más. Y aunque la historia personal no le interese a nadie más que a uno, al final, de esos relatos se hace una ciudad.

Por Ricardo Abuauad, decano Campus Creativo UNAB, profesor UC

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