Más y mejor política

Foto: Agencia Uno/ Leonardo Rubilar Chandía

En nuestro país se han utilizado metodologías para estimar el impacto de las políticas públicas desde hace bastante tiempo, y con amplia validación.



La pandemia ha presionado al Estado en todas partes. Si en circunstancias normales la calidad de la regulación es un aspecto fundamental al hacer política, hoy lo es más. Porque en una crisis humanitaria como la actual, con necesidades apremiantes e incertidumbre extrema, que las decisiones públicas sean adecuadas, reforzando sus beneficios y atenuando sus posibles costos, deviene en un imperativo social. Y es que las regulaciones económicas tienen el potencial de generar un enorme impacto. De hecho, una regulación mal diseñada o implementada puede provocar contratiempos imprevistos relevantes, causando incluso más daño que bien.

Durante las últimas décadas se ha perfeccionado el uso de metodologías para analizar el impacto potencial de las regulaciones. Estas herramientas buscan simular los escenarios posibles, de manera de explicitar si la propuesta regulatoria representa la mejor opción disponible, dado un objetivo de política. Pero como ello no asegura soluciones perfectas ni su continuidad en el tiempo -especialmente ante cambios de las circunstancias- estas deben complementarse con mecanismos de evaluación ex post, que permitan un proceso continuo de mejoras.

En nuestro país se han utilizado metodologías para estimar el impacto de las políticas públicas desde hace bastante tiempo, y con amplia validación. Los informes financieros de la Dirección de Presupuestos, la evaluación social del Ministerio de Desarrollo Social o los Análisis Generales del Impacto Económico y Social del Ministerio del Medio Ambiente, son algunos ejemplos. Estas herramientas han mejorado la capacidad de acción del Estado. Sin embargo, estas no son suficientes, como lo confirma la Ocde, que en 2016 señaló: “Las agencias chilenas regulan con poca o nula evidencia, sin considerar alternativas disponibles, y sin estimar todos los costos y beneficios de sus intervenciones”.

En 2017, la Comisión Nacional de Productividad recomendó implementar Informes de Productividad en los proyectos de ley, permitiendo avanzar hacia un sistema de evaluación regulatoria más completo. Así lo constató la propia Ocde, planteando que, con su aplicación, “se alcanzaron grandes beneficios en el diseño regulatorio, al incorporar elementos no considerados en un principio, enfrentando el problema de manera sistémica y no con un enfoque de silo, y señalizando la necesidad de coordinación con otras entidades”. Además, estos informes habrían servido “como lenguaje común entre abogados, cientistas políticos y economistas, ofreciendo mejor evidencia para la discusión”.

El actual gobierno continuó esta política, realizando estudios de impacto para algunas de sus iniciativas, e ingresando un proyecto de ley para consagrarlos legalmente, el que se mantiene en primer trámite legislativo en el Senado, aunque sin movimiento desde hace un año.

Con todo, falta al menos avanzar en dos aspectos. Primero, dotando de mayor validez a los informes, por ejemplo, mediante revisiones independientes de su metodología. Segundo, incluyendo al Congreso, a través de someter a las mociones parlamentarias a un estándar de análisis equivalente al que se exige a los proyectos presentados por el Ejecutivo. Con este fin, los recursos disponibles tanto en la Biblioteca del Congreso como a nivel de asesorías parlamentarias son esenciales.

Se ha hecho habitual plantear una dicotomía entre la política y la técnica, pero esta separación daña. Porque si bien los especialistas no deben gobernar, si los políticos desestiman los hechos, ¿cómo podrán elegir entre reformas adecuadas? La política, al conducir los anhelos ciudadanos, debe siempre resguardar el interés público, optando, con realismo, entre las alternativas técnicamente preferibles.

Un país más próspero requiere más y mejor política, para fortalecer y legitimar la democracia. La técnica es una herramienta indispensable para ello.

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