Columna de Antonio Pulgar: Minería chilena: deudas pendientes para proyectar el futuro

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El 6 de marzo se publicó en este mismo medio la columna “Minería chilena: más que extracción y comercialización de minerales”. En ella, el actual Subsecretario de Minería, Willy Kracht, remarca la necesidad de que Chile “exporte minería”, que comparta su capacidad de entregar soluciones a este sector a nivel mundial, por medio de la agregación de valor a la explotación y exportación de minerales, así como globalizando soluciones tecnológicas y de optimización de los procesos productivos. Todo esto en el marco de los desafíos climáticos que nos ponen en primera línea para ser un agente comercial clave en el mundo, aportando insumos esenciales para los desafíos de transición energética y electromovilidad.

Lo anterior, muy relacionado con iniciativas como la de Congreso Futuro de “minería verde”, reavivan un discurso que, apuntando a la responsabilidad mundial de proveer de los minerales estratégicos para la electromovilidad, ponen a Chile en primera línea del sacrificio ambiental. Resulta fácil reproducir el argumento desarrollista, reformulado incansablemente durante las últimas décadas en torno a las estrategias de crecimiento que, apelando a una mayor capacidad y eficiencia en la producción, olvidaron considerar los límites biofísicos que los ecosistemas son capaces de soportar, y que produjeron las condiciones de la crisis climática y ecológica actual.

El aumento de la producción mineral conlleva costos socioambientales de corto, mediano y largo plazo que nadie quiere asumir. Esos costos no son distribuidos equitativamente en la sociedad, sino que recaen en las comunidades más vulnerables y que no cuentan con las herramientas para ejercer su derecho a la participación de manera debida. Evidencia de esto abunda en nuestro país. Las faenas mineras, incluso las que publicitan altos estándares verdes, no logran hacerse responsables de obligaciones ambientales -que en realidad no son tan altas-. La afectación a los cuerpos de agua y la falta de mantención en los sistemas de monitoreo, la deficiente aplicación de metodologías para la evaluación de las variables ambientales y climáticas, o el daño irreparable al patrimonio arqueológico del país, son algunos de los casos recurrentes del desarrollo minero.

Este discurso no solo evoca la discusión en torno a la real responsabilidad del Estado chileno de participar en la explotación y sus rentas. Nos permite poner también en la mesa la problemática relación norte-sur global, que desplaza los costos de la transición energética mundial hacia los territorios que deben soportar procesos de producción cada vez más intensos, que siguen amenazando la calidad ambiental, incluyendo la supervivencia de la biodiversiad y la calidad y cantidad de las aguas de nuestras cuencas, con una institucionalidad que no genera un el involucramiento real de las comunidades en su planificación y que, finalmente, replican las mismas estrategias que durante los últimos 50 años nos dirigieron directamente a la crisis.

Para subsanar aquello, cualquier discusión sobre la agregación de valor en la minería debe considerar en serio las obligaciones ambientales. Debemos reflexionar y replantearnos la contribución a los efectos climáticos extremos que las prácticas productivas actuales generan en nuestros ecosistemas. Para exponer a Chile en la escena internacional de la minería, ninguna estrategia puede olvidar la necesaria consideración a los ecosistemas, territorios y comunidades que habitan nuestro país, realzando las obligaciones de prevención y garantía en torno a sus condiciones de dignidad mínima que deben ser resguardadas. De otra manera, las estrategias de transición socioecológica no lograrán incorporar la dimensión de “justicia” que tanto se necesita.

Por Antonio Pulgar Martínez, coordinador área de Estudios ONG FIMA

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